viernes, 19 de septiembre de 2025

Historia de España novelada. Sección 1: LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE ESPAÑA (del paleolítico a los visigodos)

 Historia de España novelada.  Sección 1: LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE ESPAÑA (del paleolítico a los visigodos)  


HISTORIA NOVELADA:

LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE ESPAÑA.

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Capítulo 1. El eco de la cueva

Hace más de un millón de años, en las llanuras áridas de Orce, un grupo de homínidos buscaba refugio entre colinas y lagunas. No eran como nosotros, pero tampoco eran simples animales. Eran los primeros europeos, quizás erecutus o probablemente los antecessor, y caminaban con la incertidumbre de quien explora un mundo hostil.

Entre ellos estaba una joven a quien llamaremos Lira, que recogía piedras para que su hermano mayor, Kar, las golpeara contra otra más dura. De aquel choque nacían las primeras herramientas: toscas, rudimentarias, pero decisivas. Con ellas podían romper huesos, cortar carne o defenderse.

El fuego todavía era un misterio, un relámpago fugaz que iluminaba los bosques en tormentas lejanas. Pero en las noches heladas, Lira soñaba con atraparlo, con mantener esa luz cálida que ahuyentaba las sombras. Aquel sueño tardaría miles de generaciones en hacerse realidad.

Los siglos pasaron. Los milenios se sucedieron. Los neandertales ocuparon más áreas de la península. Eran robustos, fuertes, hijos de un clima extremo. Lira y Kar ya no existían, pero otros seres, con su misma mirada, vivían en cuevas como la Sima de las Palomas, en Murcia. Allí el fuego ardía en el centro del grupo: cocinaba la carne, calentaba las manos, protegía de las fieras. A su luz, Kar —otro Kar, hijo del tiempo, pero distinto al primero— escuchaba a los ancianos trazar planes con sonidos cada vez más claros. El lenguaje nacía en torno a las hogueras, entre gestos y palabras que organizaban cacerías y transmitían recuerdos.

Los neandertales enterraban a sus muertos con flores y pigmentos. Tallaban puntas de sílex, fabricaban colgantes con conchas. Vivían en clanes pequeños, en equilibrio frágil con la naturaleza. En las noches, mientras la lluvia golpeaba la entrada de la cueva, alguien pensaba que el fuego, la palabra y la piedra eran las armas más poderosas de su pueblo.

Pero la historia no se detuvo. Hace unos 40.000 años llegaron otros humanos: los Homo sapiens sapiens. Menos fuertes, pero más altos, más ágiles, con un lenguaje más rico y herramientas más refinadas. No eran descendientes de Lira y Kar, sino otra especie distinta, aunque con un aire familiar.

Durante un tiempo convivieron. En los valles y montañas de la península, sapiens y neandertales se encontraron. A veces se evitaban, otras competían, y en ocasiones compartían fuego y conocimientos. Los neandertales enseñaron a los recién llegados a rastrear ciervos en el bosque; los sapiens mostraron cómo lanzar lanzas más lejos con un propulsor. Los niños fueron los primeros en acercarse, sin entender de especies ni fronteras. Nadie lo sabía entonces, pero en esos encuentros se mezclaban no solo técnicas y palabras, sino también genes.

Con el tiempo, los neandertales desaparecieron. Su mundo se apagó lentamente, hasta quedar reducido a un recuerdo fósil en cuevas y abrigos. Los sapiens ocuparon su lugar y llevaron la cultura un paso más allá.

En el Paleolítico Superior, la península se llenó de arte. En el norte, las cuevas profundas guardaban bisontes y caballos pintados con un realismo impresionante. En el este y sureste, en cambio, se narraban historias: arqueros, danzas, escenas de caza. En Murcia, en la Cueva de la Serreta (Cieza), alguien pintó en rojo un grupo de hombres tensando sus arcos, como si quisiera atrapar el movimiento en la roca. En el Barranco de los Grajos, una figura humana estilizada se alzó como un símbolo de lo desconocido.

Una joven sapiens se adentró en la Serreta con un pincel de fibras vegetales y pigmento ocre. Afuera los cazadores se preparaban; dentro de la cueva, ella pintó la caza antes de que sucediera. Comprendió que lo trazado en la roca quedaría cuando las voces se apagaran y las hogueras se extinguieran. Era su forma de vencer al olvido.

Y así, entre fuego y pigmentos, entre palabras y símbolos, los humanos del Paleolítico Superior nos legaron algo más que herramientas y huesos: nos dejaron memoria. Una memoria que aún hoy seguimos leyendo en las paredes de piedra, como si las voces de Lira, de Kar y de aquella joven sapiens siguieran resonando en la oscuridad de las cuevas.

Capítulo 2. La semilla y la aldea

Habían pasado incontables generaciones desde aquella joven sapiens que pintaba arqueros en la Cueva de la Serreta. El eco de aquellas figuras seguía en las paredes, pero el mundo, pero el mundo había cambiado.

Una muchacha llamada Naira recorría cada día el mismo valle. A su alrededor no había manadas errantes de bisontes ni ciervos huidizos y su clan, aunque aún organizaba partidas de caza,  ahora vivían en el mismo valle, cerca de un río generoso, al que milenios después sus pobladores llamarían Segura, donde habían aprendido a obtener de la tierra algo más que frutos silvestres.   Naira recorría cada mañana los surcos improvisados donde crecían las espigas verdes que, al madurar, se convertían en alimento para todos. Regaba con agua del río, arrancaba las hierbas que ahogaban a las plantas, ahuyentaba a los pájaros con ruidos de piedra contra piedra. Aquella labor no era heroica como las cacerías antiguas, pero sí constante, paciente, decisiva. El clan ya no perseguía animales durante semanas; ahora cuidaba de la tierra, habían descubierto la agricultura.

La historia de aquel descubrimiento era casi un susurro transmitido de abuelas a nietas: una mujer, recogiendo semillas al final de un invierno, las dejó caer sin querer sobre un suelo húmedo, cerca de la hoguera. Pasados unos meses, el grupo volvió al lugar y encontró tallos verdes, cargados de granos más grandes y abundantes que los recogidos en el bosque. ¿Casualidad? ¿Milagro? Desde entonces, cada primavera, alguien repetía el gesto. Poco a poco, lo que era accidente se convirtió en costumbre, y la costumbre en agricultura.

Fueron sobre todo las mujeres quienes, encargadas de la recolección, observaron qué plantas crecían más rápido, cuáles necesitaban sombra, cuáles daban mejor fruto. Con paciencia seleccionaron semillas, cuidaron los brotes y guardaron en vasijas el grano para el siguiente ciclo. Ellas fueron las verdaderas guardianas del calendario invisible de la tierra.

Lo mismo ocurrió con los animales, que cambiaron su papel en la historia. En lugar de perseguir sin descanso a las cabras de los montes, empezaron a retener a las más dóciles cerca del poblado. Descubrieron que era más fácil ordeñar que cazar, más seguro alimentar, ordeñar y esquilar que arriesgar la vida tras un rebaño salvaje. Con el tiempo, las manadas dejaron de ser enemigas huidizas para convertirse en compañeras domesticadas. Las cabras daban leche, las ovejas lana para hilar, los cerdos alimento en abundancia y los perros que ladraban en las noches para ahuyentar al intruso.

El poblado se alzaba en una pequeña llanura, con chozas de barro y madera organizadas en torno a un espacio común. Allí, al caer la tarde, ardía el fuego, símbolo de continuidad y refugio. En la oscuridad de la noche, los ancianos contaban historias de los tiempos en que sus antepasados seguían bisontes y pintaban ciervos en cuevas profundas. Los jóvenes escuchaban con asombro, aquellas historias que cada vez quedaban más lejos de su quehacer diario.

Un día, en lo alto de un cerro, celebraron un rito solemne. Un anciano del clan había muerto y, en lugar de enterrarlo en una fosa sencilla, lo depositaron en un dolmen que habían levantado entre todos. El monumento era imponente: enormes piedras verticales, que habían arrastrado desde la cantera cercana, sostenían una losa inmensa. El dura trabajo era acompañado de cantos. Nadie, por sí solo, habría podido moverla; se necesitaba la fuerza y la voluntad de todos trabajando juntos durante semanas.

Naira ayudaba a preparar la ceremonia. Colocó vasijas de cerámica llenas de grano junto al cuerpo del difunto. Otros depositaron collares de cuentas verdes y pulseras de piedra pulida. Una anciana dejó un cuenco de leche.  Querían asegurarse de que, en su viaje al más allá, aquel hombre llevara consigo los frutos de la tierra y la protección de su gente.

El momento fue solemne. Bajo el dolmen, mientras la piedra de cierre caía lentamente sobre el corredor, el poblado entero guardó silencio. Naira sintió que aquello era más que una tumba, bajo aquel monumento de grandes piedras no solo quedaba un cuerpo, sino que era un signo de unidad. Nadie, por sí solo, podría haber levantado aquellas moles de piedra. Se necesitaba la fuerza de todo el poblado, la coordinación de cada gesto, y, por encima de todo, el deseo compartido de honrar a los muertos y perpetuar la memoria de los vivos.

Esa noche, al mirar las sombras del fuego danzando sobre las chozas, Naira comprendió que no solo podían sobrevivir en el mundo, también podían transformarlo. Y en ese gesto humilde de sembrar una semilla y alimentar a un animal, la humanidad había cambiado para siempre.  Atrás había quedado el tiempo de la incertidumbre por la caza y la recolección. La semilla y la cabra domesticada, el poblado y el dolmen eran los nuevos pilares de la vida. Nuestros antepasados habían descubierto la fuerza de la semilla y el poder de la piedra. Y con ellos, nació un nuevo tiempo en el que los hombres y mujeres no solo vivían: querían permanecer.

Capítulo 3. El nacimiento de las fortalezas.

Los siglos habían pasado desde que Naira sembraba semillas junto al río. Sus descendientes ya no vivían en chozas dispersas, sino en una gran ciudadela que se alzaba sobre un cerro pedregoso: La Bastida, en lo que hoy llamamos Totana. Allí, las casas de piedra se apiñaban unas contra otras, protegidas por murallas tan altas y sólidas que parecían obra de gigantes.

El mundo había cambiado. El cobre que alguna vez fue novedad se había transformado en bronce, mezcla de cobre y estaño, más duro, más brillante, más eficaz. Con él se fabricaban hachas que talaban árboles en un instante, hoces que segaban el grano, punzones que perforaban pieles y, sobre todo, espadas y lanzas que decidían quién dominaba y quién obedecía.

En La Bastida, la vida estaba ordenada bajo una clara jerarquía. En las casas más grandes, cercanas a la muralla, vivían los jefes guerreros y sus familias. Ellos poseían las mejores armas, las mejores tierras, controlaban los excedentes de grano y dirigían el comercio con otros poblados. En casas más humildes, las familias comunes cultivaban, pastoreaban y trabajaban el metal en talleres rudimentarios. Nadie dudaba de que el poder pertenecía a quienes poseían la tecnología del bronce.

Los ancianos aún recordaban historias de un lugar al otro lado de las montañas: Los Millares, un poblado fortificado que había marcado el inicio de aquella nueva era. Decían que de allí llegaron muchas de las ideas que ahora definían sus vidas: las murallas, las necrópolis de piedra, el comercio lejano. Pero era en La Bastida donde aquellas innovaciones habían alcanzado su esplendor.

La muerte también había cambiado. Ya no se enterraba a los difuntos en tumbas colectivas bajo grandes piedras, como en tiempos de Naira. Ahora cada persona reposaba bajo su propia casa, en tinajas o cistas de piedra, acompañado de un ajuar que revelaba su lugar en la sociedad. Los ricos eran enterrados con espadas y joyas de plata; los pobres, con apenas una vasija de barro. La desigualdad se perpetuaba incluso en la eternidad.

Entre los jóvenes de La Bastida estaba Aruk, aprendiz de herrero. Pasaba horas soplando el fuego de la fragua, fascinado por el brillo rojizo del bronce que se fundía y tomaba forma en moldes de piedra. Soñaba con forjar un arma que lo hiciera respetado, pero también sentía una sombra de inquietud cuando escuchaba a los mercaderes hablar de un nuevo metal.

El poblado prosperaba, pero vivía en tensión constante. El comercio traía objetos de tierras lejanas: cuentas de ámbar del norte, conchas del Mediterráneo, metales de Sierra Morena. Sin embargo, llegaban noticias inquietantes. Más allá del mar, decían los mercaderes, había pueblos que dominaban un nuevo metal: el hierro. Un material más abundante que el cobre y el estaño, más duro que el bronce, con el que se podían forjar espadas que no se quebraban.

Aquella tarde, sentado frente a la fragua, Aruk observó cómo su maestro golpeaba una espada de bronce hasta darle forma. El metal brillaba como un sol atrapado, pero en sus pensamientos pesaba la advertencia de los mercaderes: “cuando llegue el hierro, nada volverá a ser igual”.  Y aunque los jóvenes guerreros aún confiaban en el brillo rojizo del bronce, muchos temían e intuían que un nuevo tiempo se acercaba, igual de decisivo que el paso de la semilla a la piedra, o de la piedra al metal.

El humo de los hornos se elevaba sobre La Bastida. La prosperidad parecía segura, pero bajo ella latía la certeza de que el poder nunca es eterno. Y que era posible que el pueblo que dominase la nueva tecnología sería pueblo dominador.

Capítulo 4. Los pueblos que llegaron del mar y del hierro

Muchos siglos habían pasado desde que Aruk soplaba el fuego de la fragua en La Bastida. Sus descendientes, mezclados ya con otros pueblos y modelados por el tiempo, eran ahora los íberos, señores de los valles y montañas del sureste peninsular. Vivían en ciudades fortificadas, cultivaban con arados de hierro y comerciaban con los viajeros que llegaban por mar. En sus relatos aún permanecía la memoria de Lira, de Naira y de Aruk, nombres lejanos que simbolizaban un mismo linaje de resistencia y adaptación.

El primero en ver cómo cambiaba el mundo fue un joven llamado Iltiar, que desde lo alto de la muralla de su oppidum divisó en el horizonte unas velas desconocidas. Eran fenicias, largas, sólidas y cargadas de ánforas. Traían tejidos teñidos de púrpura, joyas de vidrio, vino, salazones y, sobre todo, un secreto que transformaría la memoria de los pueblos: el alfabeto. Los fenicios no venían a conquistar, sino a comerciar. Querían plata, cobre, esparto, sal. A cambio ofrecían mercancías y palabras grabadas en tablillas que parecían encerrar un poder invisible.

Pasaron muchas generaciones. Dos siglos más tarde, un descendiente lejano de aquel primer Iltiar, que llevaba orgulloso su mismo nombre, viajó hacia las montañas del norte peninsular y allí comprobó que existían pequeñas ciudades donde vivían hombres más refinados, que hablaban otra lengua: eran los griegos. Sus barcos traían ánforas pintadas con héroes, vino y aceite, olivos y vides que aún no crecían en su tierra. El joven Iltiar probó aquel vino espeso y observó cómo se plantaban las primeras cepas. Pensó entonces: “Lo que hoy es extranjero, mañana puede ser nuestro”. Y acertaba: esas plantas acabarían formando parte inseparable del paisaje mediterráneo.

Durante casi dos siglos, las vides y los olivos se extendieron por el litoral, y las riquezas de la península se hicieron conocidas en todo el Mediterráneo. Aquello atrajo a otros navegantes, esta vez más ambiciosos. En el siglo VI a.C. surcaron las aguas los barcos de los cartagineses, procedentes de Cartago, la gran ciudad del norte de África. A diferencia de fenicios y griegos, no buscaban solo comerciar: querían dominar y controlar las riquezas peninsulares. No lo hicieron de golpe, sino poco a poco, pero de manera incansable. Y en el 227 a.C. fundaron Qart Hadasht (Cartagena), no como simple factoría, sino como auténtica capital provincial de un imperio. Desde allí explotaron las minas de plata y plomo, organizaron ejércitos y prepararon campañas militares contra su gran rival comercial: Roma.

Uno de los últimos Iltiar de la estirpe fue testigo de este giro. Escuchaba cómo los emisarios cartagineses exigían tributos de grano y reclutaban jóvenes íberos para las guerras. En el puerto ya no se negociaba de igual a igual: se obedecía. El ejército y sus armas de hierro eran sus cartas de presentación, y el miedo, su mejor aliado.

Mientras tanto, llegaban noticias del norte y del interior peninsular: otros pueblos íberos estaban siendo acosados por los celtas, que descendían desde sus castros fortificados y, blandiendo sus largas espadas de hierro, lanzaban rápidas incursiones en busca de botín. La amenaza era constante, como un relámpago que podía caer en cualquier momento.

Por mar y por tierra, los íberos se veían rodeados. Y así, generación tras generación, los descendientes de Lira, de Naira y de Aruk comprendieron que el mundo no permanecía nunca igual. Los fenicios habían sido socios, los griegos vecinos de comercio… pero los cartagineses eran amos. Y ya, en los rumores que traían mercaderes y viajeros, se escuchaba la amenaza de un nuevo imperio que se extendía con paso firme desde el otro lado del mar: Roma.

Capítulo 5: la Península se convierte en Hispania.

La época de los Imperios.  

Muchos siglos habían pasado desde que los antiguos pobladores de La Bastida soplaban el fuego y cuidaban sus huertos junto al Segura. Sus descendientes se habían convertido en íberos, habitantes de oppida fortificados, que se habían extendido por toda la región ahroa eran orgullosos señores de sus campos. Pero el azote del tiempo traía rumores de que muy pronto el mundo volvería a cambiar. Llegaban noticias de nuevas potencias extendían sus dominios y se aproximaban. Y éstas no se conformaban con comerciar como fenicios y griegos. Cartagineses y romanos estaban formando imperios, y con ellos la historia de Hispania iba a dar un giro irreversible.

La sombra de Cartago.

El viento del Mediterráneo azotaba las murallas de Qart Hadasht, ciudad fundada por Asdrúbal en el 227 a C., cuando Tarsio, un joven íbero al servicio de los cartagineses, contemplaba el puerto. Tarsio la vio crecer. La ciudad hervía de actividad: esclavos cargaban ánforas de vino y trigo, soldados mercenarios aguardaban la orden de embarcar, y en los almacenes se apilaban lingotes de plata arrancados de las minas del interior. Para Tarsio, todo aquello era una promesa de grandeza. Los cartagineses habían convertido su tierra en el corazón de un imperio que desafiaba al mundo.

Una tarde, mientras ayudaba a reparar una nave, escuchó el rugido de la multitud: Aníbal, el general cartaginés, partía hacia Italia. Llevaba consigo un ejército imponente y hasta elefantes de guerra. “Con ellos aplastaremos a Roma”, murmuraban los ancianos. Tarsio lo creyó. No sabía que aquella marcha gloriosa sería, en realidad, el principio del fin de Cartago y del inicio de la conquista de Roma.

Los primeros pasos de Hispania (218–197 a.C.)

Dos generaciones después de Tarsio, su nieto Corbis había dejado la bulliciosa Qart Hadasht y habitaba en el oppidum de Emporion (Ampurias), en el nordeste peninsular. Desde las murallas de su ciudad, una mañana del verano del 218 a.C., divisó velas desconocidas en el horizonte. Por su formas, estaba claro que no eran cartaginesas. Eran romanas.

Al llegar a puerto, las legiones desembarcaron. Corbis comprendió que ya nada sería igual. Los pueblos íberos quedaban atrapados entre dos gigantes: algunos se aliaban con Roma, otros con Cartago, y muchos preferían resistir, intentando mantener la independencia. Ya no eran enfrentamientos por controlar áreas de comercio; ahora se enfrentaban imperios que buscaban dominar territorios, imponer tributos y reclutar ejércitos.

Tras años de tensión y conflicto, Corbis regresó a la tierra de sus mayores, al puerto de Qart Hadasht, y lo encontró irreconocible. Ya no ondeaban allí las enseñas púnicas ni resonaban los nombres cartagineses. Un general romano, Publio Cornelio Escipión, había conquistado la ciudad en el 209 a.C., arrebatando a Cartago su base más preciada. Aquel general, al que llamarían “el Africano” había derrotado a los cartagineses en Zama (202 a.C.) y con ello había sellado el destino de la península y de los íberos como él, al engranaje de un poder nuevo y desconocido: Roma.

Las grandes resistencias (197–133 a.C.)

Tras la muerte de Corbis, su hijo Laro creció y vivió en un mundo donde el nombre de Cartago era ya un vago recuerdo. Roma ya había expulsado a los cartagineses, pero todavía no era dueña del territorio. Las legiones controlaban el valle del Ebro y el Guadalquivir, aunque el interior seguía siendo un hervidero de rebeldía, donde los pueblos celtas aún se resistían a su dominio.

En los mercados y campamentos, Laro escuchaba los relatos de un hombre que se había convertido en leyenda: Viriato. No era noble ni general, sino un pastor lusitano que había aprendido a luchar observando a los lobos de la sierra. Atacaba por sorpresa, desaparecía en los montes, y así humillaba una y otra vez a las poderosas legiones romanas. Para muchos pueblos, Viriato era la prueba de que Roma no era invencible. Su figura creció y se fue agrandando hasta que un día llegó la noticia amarga: Viriato había sido asesinado, mientras dormía, por sus propios generales, comprados con oro romano, que luego no fue cobrado, por lo que se acuñó y extendió la frase: “Roma no paga a traidores”.

Cuando Laro contaba esta historia a su hijo Iltiar exclamaba; ¡la traición había derrotado al héroe que la espada no había podido vencer!. De este modo, Iltiar, creció valorando las historias de esos valientes que se resistieron a Roma. No sabía, que en tiempo, habría una historia de resistencia aun más dramática y valerosa, la de todo un pueblo, y es que aunque Iltiar no conoció personalmente a los celtíberos de Numancia, si que su valerosa resistencia se extendió de hoguera en hoguera y de pueblo en pueblo.  Durante veinte años sus habitantes resistieron contra Roma, rechazando pactos y rendiciones. En el 133 a.C., agotados y hambrientos, eligieron incendiar su ciudad y morir antes que rendirse. Desde entonces, “resistencia numantina” quedó como sinónimo de lucha hasta el final

Con estos hechos, Iltiar y su generación comprendieron que Roma era un enemigo implacable.

¡Por fin Hispania romana!. La conquista total (133–19 a.C.)

En tiempo de Aderbal, nieto de Laro, Roma ya se había adueñado del valle del Ebro, del Guadalquivir y de gran parte del levante. Las ciudades adoptaban costumbres romanas, las monedas con el rostro de los cónsules y generales circulaban de mano en mano, y el latín empezaba a escucharse junto a las lenguas indígenas.

Pero en el norte, vivían tribus indómitas. Quedaba un último desafío. Los cántabros y astures no vivían en ciudades ni en grandes campos de cultivo: su mundo era tribal, guerrero y duro como las sierras que habitaban. Se movían ligeros, emboscaban en los desfiladeros, atacaban y se desvanecían como sombras.

Aderbal, joven inquieto, se enroló como auxiliar en una legión romana y marchó hacia el norte, hacia una guerra que duraría casi una década. Allí presenció algo inédito: el propio emperador Augusto viajó a Hispania para dirigir la campaña en persona. Para muchos soldados, aquello era prueba de lo decisiva que resultaba esta guerra. Los cántabros resistían con tal fiereza que Roma no podía permitirse el lujo de la derrota.

Aderbal recordaba las noches en los campamentos, cuando el frío calaba los huesos y las historias de su familia volvían a su mente: Tarsio en Qart Hadasht, Corbis en Emporion, Laro soñando con Viriato, Iltiar estremecido por Numancia. Él, en cambio, vivía la última gran resistencia alistado en el bando contrario.

Las campañas fueron largas y sangrientas. Aldeas enteras eran incendiadas, hombres y mujeres preferían el suicidio antes que la esclavitud, y cada victoria romana costaba decenas de derrotas en los montes. Finalmente, en el 19 a.C., la guerra concluyó. Aderbal vio ondear las enseñas romanas sobre las montañas del norte y comprendió que, por primera vez, toda la península estaba bajo el mismo poder.

Regresó marcado por la dureza de la guerra, pero también con la certeza de haber sido testigo del final de una era. Hispania ya no era un mosaico de pueblos diversos, sino parte inseparable de Roma.

Capítulo 6: ¿Nos hacemos romanos? Las nuevas formas de vida (romanización)

Aderbal volvió de las montañas del norte con cicatrices que hablaban más que sus palabras. Había visto morir a compañeros en emboscadas cántabras, había cargado contra aldeas ardiendo y había soportado largas marchas bajo la lluvia helada. Pero al regresar al sur, lo que más le sorprendió no fue el silencio de la guerra, sino el cambio de las costumbres. Hispania ya no era la misma.

Su hijo, Druso, creció en una ciudad que poco se parecía a los viejos oppida de piedra y barro. Era Emerita Augusta, fundada para veteranos de las legiones, donde calles rectas se cruzaban en ángulo recto, el foro concentraba la vida pública y las termas ofrecían un lujo desconocido: agua caliente y fría, perfumes, charlas en salas adornadas con mosaicos.

Druso aprendió desde niño que el latín era la lengua del poder. Su abuelo le hablaba todavía en la lengua de los íberos, pero en el foro, en las inscripciones y en los tribunales, solo sonaba latín. “Si quieres progresar, hijo, habla como los romanos”, le repetía Aderbal. Así, poco a poco, la lengua antigua se fue apagando, sustituida por aquella voz común que unía a soldados, comerciantes y campesinos.

La vida laboral también había cambiado. Donde antes se trabajaba la tierra en pequeñas parcelas familiares, ahora dominaban las villas de los grandes propietarios. Druso, hombre libre, y su familia cultivaban, en una parcela arrendada, trigo, vides y olivos, la trilogía mediterránea que transformaba el paisaje: el pan, el vino y el aceite que alimentaban a Roma.

Pero no era solo agricultura. El esparto del sureste se trenzaba en cuerdas que acabarían en barcos romanos; las minas de plata y oro de Hispania enriquecían a senadores lejanos que nunca pisarían estas tierras. En la villa donde Druso trabajaba, los esclavos eran la base de todo: hombres y mujeres venidos de las guerras, obligados a arrancar piedras, arar campos o servir en las casas. Su sudor sostenía el esplendor de Roma.

Pero la vida de Hispania, y del Imperio estaba marcada por el ritmo que las ciudades imponían. Cada semana, Druso acudía al mercado del foro, donde compraba vino itálico y salazones de Hispania, intercambiaba aceite por herramientas de hierro y escuchaba las noticias llegadas por mercaderes de todo el Mediterráneo. Allí, bajo estatuas de emperadores, se decidían pleitos, se anunciaban decretos y se organizaban festivales.

Los espectáculos eran otra novedad. El teatro de Mérida ofrecía tragedias griegas adaptadas al gusto romano, y en el anfiteatro se celebraban luchas de gladiadores. Druso no sabía si disfrutar o temer aquellos combates sangrientos, pero acudía porque allí se reunía toda la ciudad. Roma no solo había traído leyes y caminos: había traído también formas de ocio que unían a ricos y pobres, aunque cada uno se sentara en gradas distintas.

También los dioses habían cambiado. Los antiguos cultos íberos se mezclaban con los nombres romanos: Marte, Júpiter, Venus. Druso ofrecía sacrificios en templos que reproducían a pequeña escala el Foro Romano, pero en casa su madre seguía encendiendo velas a divinidades antiguas, a quienes todavía pedía protección para las cosechas.

La romanización siguió su curso generación tras generación. El latín se convirtió en la lengua de los contratos y de las canciones populares, el derecho romano regulaba matrimonios y herencias, los acueductos traían agua, las ciudades estaban conectadas por calzadas y en ellas florecían foros, teatros y termas que hacían sentir a los hispanos parte de una misma civilización. Filósofos como Séneca, poetas como Lucano y emperadores como Trajano o Adriano, nacidos en estas tierras, eran la prueba de que Hispania no era ya periferia, sino corazón del Imperio. Cuando la cultura romana impregnaba todos los ámbitos de la vida, desde las leyes hasta las artes, la descendencia de aquella antigua estirpe seguía viva.

Pero el tiempo es paciente y erosiona hasta el mármol más duro. Ya en el siglo III, una tataranieta de aquella estirpe, Claudia, veía cómo algo se resquebrajaba. Se había traslado con su familia a una ciudad del valle del Guadalquivir donde el esplendor urbano empezaba a palidecer. El foro se llenaba de rumores: nuevos impuestos, acuñaciones de moneda cada vez más pobres en plata, soldados reclamando su paga y campesinos huyendo del campo para refugiarse tras las murallas. Claudia oyó hablar del cristianismo en boca de vecinos humildes que encontraban en él una esperanza nueva. Se reunían en casas, discretamente, compartiendo pan y palabras de igualdad. Aunque perseguidos, su fe se extendía por las mismas calzadas que antes habían usado las legiones para controlar dominar el territorio.

Su hermano Marco, que hacía tiempo se había enrolado en una legión en la frontera del Rin, enviaba cartas inquietantes: hablaba de pueblos bárbaros, los germanos, que empujaban cada vez con más fuerza y de emperadores que caían uno tras otro, víctimas de conjuras y traiciones. “Gobernar Roma es un oficio de suicidas”, le escribió en una misiva apresurada antes de desaparecer en una emboscada.

La familia de Claudia sufrió otro golpe cuando su primo Flavio, pequeño campesino en Lusitania, no pudo pagar los impuestos. Buscó protección en la villa de un gran terrateniente y quedó ligado a la tierra bajo la condición de colono. Ya no era esclavo, pero tampoco libre: estaba obligado a trabajar para un señor que a cambio le ofrecía seguridad. Ese sistema, apenas percibido en su momento, sería el germen de una nueva forma de vida que acabaría llamándose feudalismo.

Los años avanzaron, y con ellos la inseguridad. Un siglo después, en el 409, los vándalos, suevos y alanos cruzaron los Pirineos como un torrente imparable. La bisnieta de Claudia, Julia, escuchaba a su padre decir que ya no había legiones suficientes para defender Hispania. En las ciudades, las monedas romanas dejaron de circular con regularidad, los mercados se vaciaron y muchos buscaron refugio en el campo. La urbe, símbolo de romanidad, entraba en decadencia.

Algunos años más tarde, otro descendiente, Aurelio, presenció la llegada de los visigodos, llamados primero como aliados y convertidos pronto en amos. Recordaba cómo su abuelo le contaba que cuando era niño Roma lo controlaba todo; él, en cambio, veía que la autoridad del emperador era ya una sombra, sustituida por pactos locales y por el poder de los caudillos.

Y así, en apenas unas generaciones, aquella Hispania orgullosa de sus emperadores y filósofos se vio transformada en una tierra fragmentada, donde los ecos del latín convivían con la nueva fe cristiana y donde el brillo de Roma se apagaba lentamente. Lo que parecía eterno se desmoronaba, y de esas ruinas comenzaba a alzarse otro mundo.

CAPÍTULO 7: ¿Un paso atrás, o adelante? La llegada de los visigodos.

Cuando Roma cayó, allá por el año 476, Hispania no quedó en silencio: se llenó de acentos extraños, de cascos de hierro y de leyes dictadas por hombres que no eran romanos. Los visigodos, que habían llegado como aliados, pronto se convirtieron en dueños. No eran muchos en número, pero sí una casta militar que imponía su autoridad con la espada.

Un descendiente de Aurelio, llamado Lucio, recordaba cómo en su niñez los ancianos del pueblo murmuraban con desconfianza: “No son romanos, no son como nosotros”. Y tenían razón. Los visigodos eran guerreros, no arquitectos de calzadas ni juristas de derecho. Su lengua sonaba áspera, sus costumbres, primitivas. La aristocracia hispanorromana los toleraba más por necesidad que por convicción, y no era extraño que en los banquetes aún se recordase la elegancia de los antiguos gobernadores romanos frente a la rudeza de los reyes godos.

Pero estos, los visigodos, sabían una cosa: para gobernar una tierra vasta como Hispania necesitaban apropiarse de la herencia romana. Así, los mismos códices de leyes que habían regido la vida bajo los emperadores fueron copiados y adaptados; las ciudades, aunque en decadencia, siguieron siendo centros de poder; incluso los obispos, que ahora guiaban espiritualmente a las comunidades, se convirtieron en aliados indispensables del nuevo reino.

Lucio veía en su día a día esa dualidad: soldados godos dominando los cargos y las armas, hispanorromanos administrando las ciudades y cultivando las tierras. El recelo mutuo se palpaba en cada gesto: los unos despreciaban la cultura de los otros; los otros nunca acabaron de aceptar a sus nuevos amos.

Pasaron los años, y los descendientes de Lucio aprendieron a sobrevivir bajo aquella monarquía hereditaria que a menudo era más causa de discordia que de unidadA diferencia de Roma, donde el poder se transmitía por herencia imperial o elección senatorial, entre los visigodos la sucesión se decidía a menudo por la fuerza o el acuerdo frágil de las élites. El resultado eran disputas sangrientas: reyes depuestos, asesinados, usurpadores. La corona pasaba de una cabeza a otra como un botín inseguro.

Y, sin embargo, hubo pasos hacia la integración.  El gran paso lo dio el rey Recaredo en el 589, cuando abjuró del arrianismo y abrazó la fe católica. Por primera vez, visigodos e hispanorromanos compartían la misma religión. Aquella conversión parecía sellar la unidad del reino, no solo espiritual, sino también política y legislativa. Los concilios se convirtieron en auténticos parlamentos, donde obispos y nobles decidían leyes y estrategias. La religión podía ser el pegamento que las leyes y la espada no habían logrado. Durante un tiempo pareció que Hispania podía caminar unida bajo una misma fe, una misma Iglesia y una misma ley.

Valerio, creció en ese mundo, convencido de que Hispania podría ser un reino fuerte y unido. Pero pronto descubrió la fragilidad de aquella esperanza. En Toledo, donde se asentaba la corte, la sucesión al trono nunca fue clara: los reyes se sucedían en luchas internas, asesinatos y conspiraciones. La herencia no estaba asegurada por sangre, sino que era el resultado de intrigas. Tras cada rey, venía una nueva disputa; tras cada unidad proclamada, un nuevo desgarrón. Las luchas internas no cesaban, y la división corroía por dentro lo que en apariencia parecía sólido.

La generación de su nieto, un escriba llamado Honorio, fue testigo del fatal desenlace.  Tras la muerte del rey Witiza, el reino se quebró. Una parte de la nobleza apoyaba a sus hijos, otra proclamaba rey a Rodrigo. Las calles de Toledo se llenaban de rumores y bandos, y Honorio escuchaba en silencio, consciente de que aquella división podía costarles caro.

Fue en ese clima en el que subió al trono Rodrigo, un rey tan osado como poco reflexivo, de carácter fogoso y dado más a la aventura que a la prudencia. Amaba los placeres tanto como la guerra, confiaba en su propia audacia más que en los consejos, y esa temeridad que algunos veían como valentía era, para otros, presagio de desgracia.

Entre las murmuraciones de palacio circulaba una historia que pronto se hizo leyenda. Decían que el rey Rodrigo había puesto los ojos sobre Florinda, hija del conde Don Julián, gobernador de Ceuta. Algunos aseguraban que fue por amor, otros que por abuso del poder. La llamaban en voz baja “la Cava”, y en torno a su nombre se entretejían rumores que alimentaban el escándalo. Para unos era víctima de la pasión del monarca; para otros, una mujer culpable de deshonra. Sea como fuere, lo cierto es que aquel agravio —real o amplificado por las habladurías— cayó como un hierro ardiente sobre el corazón de su padre, el conde D. Julián.

Don Julián era un hombre frío y calculador, orgulloso de su linaje y celoso de su honor. Gobernaba Ceuta como un bastión visigodo frente a África y había servido al reino con lealtad, pero la afrenta contra su hija le resultó insoportable. En su interior, la herida se convirtió en rencor, y el rencor en traición. Si Rodrigo había osado mancillar su casa, él se encargaría de que pagara las consecuencias, pues era un hombre dispuesto a abrir la puerta al enemigo con tal de satisfacer su orgullo.

El verano del 711 confirmó los peores augurios. Los musulmanes cruzaron el estrecho con el beneplácito del conde traidor. Rodrigo, en su audacia, reunió un ejército apresurado y se lanzó contra ellos sin calcular la magnitud del peligro. En Guadalete, bajo un sol abrasador, la osadía se tornó tragedia. El rey desapareció entre la confusión de la batalla, envuelto en rumores de muerte o de huida, mientras la península entera quedaba desnuda frente al invasor.

Honorio huyó, y escondido en una iglesia toledana, comprendió el alcance del desastre. No había sido la fuerza del enemigo lo que había derribado al reino, sino la división interna, la imprudencia de un monarca aventurero y la traición de un conde herido en su orgullo. Y en su pequeño códice escribió con mano temblorosa:  “Los reinos no se destruyen desde fuera, sino desde dentro. Si Roma cayó por su propia debilidad; los godos sucumben hoy por su soberbia”.

De este hecho surgió el “Cantar del último rey godo” que más tarde, por plazas y mesones, los juglares, cuando corría el vino y callaban varones:

Por saciar un deseo y honra mal fingida,
abrióse la soberbia, raíz de su caída.

Así se quiebra un reino, non por guerra inmensa,
non por brazo ajeno ni por lanza tensa,

mas por traición sutil y por poca prudencia:
halló en sí su ruina; su conquista fue la sentencia.

 


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