El odio entre
arquitectos que acabó inventando el barroco (artículo diario “El país”)
La Roma que conocemos, esa ciudad fastuosa y
monumental, se debe en buena parte a dos tipos que se odiaron, los artistas
Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, arquitectos y escultores. Se
odiaron con tal dedicación, con tanta inspiración y talento, que casi fue una
suerte para la capital italiana. A base de competir, acabaron inventando el
Barroco.
No podían ser más distintos. Nacieron cada uno en una
punta de Italia. Bernini en Nápoles, Borromini en el lago de Lugano, ahora
Suiza. Por azar o destino, lo cierto es que en esta historia uno parece tocado
por la fortuna, Bernini. En cambio, Borromini es una figura trágica,
perseguido por la mala suerte hasta el último día, porque se suicidó de forma
chapucera. Eso hace a los dos atractivos y es difícil tomar partido por uno,
una tradición romana. La gente se hace de uno u otro, como de dos equipos.
Bernini era extrovertido, agudo y brillante, protegido de los
papas y un genio natural, que un día esculpía,
otro pintaba y al tercero escribía una comedia. Era rico, mujeriego y trasnochador.
Luego se casó felizmente y tuvo 11 hijos. Borromini, en cambio, tenía un
talante silencioso, cerebral, era muy religioso, célibe, quizá homosexual.
Siempre vestido de negro, de carácter difícil, con broncas fijas con quien le
encargaba un trabajo. Si Bernini seducía a la gente, Borromini la asustaba. Al
primero se le acababa perdonando todo, del segundo se terminaban hartando
todos.
El cruce de sus biografías casi hace realidad el tópico inventado de la película Amadeus entre Mozart y Salieri. Los dos coincidieron
en Roma en su juventud, aunque Bernini ya era célebre desde su adolescencia. Se
lo llevaron al papa Pablo V con 13 años, le pidió que le dibujara una cabeza y
proclamó: “¡Este niño será el Miguel Ángel de su época!”. Se puede
experimentar el impacto de su talento, lo que era capaz de hacer con el
mármol, en la Galleria Borghese. La mano sobre el muslo de Proserpina o Dafne
convirtiéndose en un árbol de laurel dejan con la boca abierta. Pero ya no hay
mandíbula suficiente cuando uno se entera de que las esculpió con 20 años.
Borromini llegó a la ciudad con 19 años desde Milán, donde
había aprendido el oficio en el Duomo. Se convirtió en la mano derecha de Carlo
Maderno, el arquitecto que remataba la basílica de San Pedro. En 1624 apareció
por allí, porque lo impuso el papa Urbano VIII, un escultor impertinente con
escuetas nociones de arquitectura, Bernini. Dentro de la mole de San Pedro, la
estrella era el baldaquino que debía levantarse sobre el lugar donde, según la
tradición, descansaban los restos del santo. El Vaticano organizó un concurso,
aunque se sospechaba que ya estaba decidido. En efecto, se han encontrado documentos
de 10 días antes del fin del plazo en los que Bernini ya encargaba los
materiales. En realidad, como arquitecto solo había hecho pinitos, y apenas
cuatro meses antes había recibido su primer encargo de una pequeña iglesia,
Santa Bibiana. Para Maderno y Borromini, que era su número dos, era
humillante.
Pero era solo el principio. Cuando murió su maestro,
en 1629, Borromini esperaba heredar su puesto de arquitecto de la fabbrica de
San Pedro. Toda Roma menos él sabía que el puesto sería para Bernini. El experto
Jake Morrissey apunta que la cualidad esencial de Borromini, excelsa como
artista pero fatal para las relaciones públicas, era la de tener su propio
mundo, una absoluta abstracción de la realidad. Fue un trauma, pero aceptó
trabajar para Bernini de asistente. Colaboraron cinco años más y entre los dos
acometieron los dos grandes proyectos del momento, San Pedro y el palacio
Barberini, de la familia del Papa. Ambos contaban solo 30 años, algo inédito en
la historia de Roma.
El imponente y frondoso baldaquino de 28 metros de
altura de San Pedro consagró la inauguración del Barroco. Bernini se llevó todo
el mérito, pese a la importante participación de Borromini, que dominaba más
la técnica y los números para que aquel derroche de curvas no se cayera. En el
palacio de los Barberini pasó lo mismo. Los dos lo diseñaron, y parece que
está mucho más presente la mano de Borromini, pero al final fue Bernini quien
se llevó la firma. Pero allí ya se ve la personalidad de cada uno, una
competición en dos escaleras. De Borromini es la célebre y hermosa escalera
que se eleva en el ala sur como una voluta de humo. Y de Bernini la del ala
norte, más robusta y señorial. El talento de Borromini pugnaba por salir a la
luz.
Trabajaban juntos, pero Bernini era el titular y
cobraba 10 veces más. En la nómina del Vaticano de enero de 1633, Borromini
recibió 25 escudos. Bernini, 250. Era el jefe. La gota que colmó el vaso llegó
con un trapicheo que ideó Borromini: crear una empresa de abastecimiento de
mármol para San Pedro que contratarían ellos mismos para repartirse los beneficios.
El negocio no iba mal, hasta que Borromini descubrió que Bernini había pactado
en secreto una comisión especial para él. Ahí se le acabó la paciencia y le
mandó a la porra. Dejó San Pedro, el palacio Barberini y se lo montó por su
cuenta.
Sin contactos, fuera del Vaticano, Borromini empezó su
carrera en solitario gracias a unos frailes españoles, los trinitarios
descalzos. Querían hacer una iglesia pequeñita en el cruce de Quattro Fontane.
Suficiente para el artista, que condensó allí su genio en una joya de
orfebrería, San Carlo. Para los romanos, San Carlino. Bernini trabajaba para
el Papa en el coloso de San Pedro, pero la obra de Borromini, una rareza por
su creatividad, su audacia y sus formas juguetonas llamó la atención en Roma y
empezó a recibir encargos. Como la cúpula irreal y cremosa de Sant’Ivo alla Sapienza
—que, debe decirse, obtuvo gracias a Bernini, quizá arrepentido de sus desmanes—,
o el oratorio de los Filipinos.
Mientras tanto, Bernini se metió en un lío con dos
campanarios de la fachada de San Pedro. Se saltó los planos de Maderno e ideó
unas torres mucho más pesadas. Borromini, que conocía el diseño original,
avisó de que aquello no podía salir bien e hizo una campaña crítica contra Bernini.
Para él, que buscaba el efecto dramático y la grandiosidad, la fuerza de la
gravedad era un detalle menor. Aparecían grietas en la fachada, se temía que un
día se derrumbara todo y el culebrón de los campanarios era la comidilla de
Roma. En 1644 murió Urbano VIII, le sucedió Inocencio X, bastante más austero,
que optó por derribarlos. Bernini cayó en desgracia. Mucho más porque hizo una
obra de teatro en el Carnaval de 1646 en la que se burlaba del Papa. El nuevo
Pontífice prefirió a Borromini, que, por una vez en su vida, tuvo el viento a
favor. Su familia, los Pamphili, le encargó su palacio en la Piazza Navona.
Debemos agradecer el revés a Bernini, porque entonces
volvió a la escultura. Entre las obras maestras de esos años, el célebre Éxtasis de Santa Teresa, que este artista terrenal convirtió en un goce
mucho más familiar. Al verlo, un político francés de la época dijo: “Si esto es
el amor divino, yo lo sé todo sobre él”. Pero Bernini no tardó mucho en reconciliarse
con el poder. Fue gracias a la construcción de la fuente de la Piazza Navona.
A él ni le llamaron, pero de forma misteriosa se llevó el encargo. Hay varias
historias sobre ello. La más aceptada, que un príncipe amigo suyo le pidió un
diseño para la fuente y se lo coló al Papa, sin decirle de quién era. El
Pontífice quedó admirado, supo que solo podía ser de Bernini y le perdonó.
Borromini se subió por las paredes, porque encima la idea de hacer una gran
fuente dedicada a los cuatro grandes ríos del mundo era suya. Bernini la
acabó en 1651. En Roma se comentó que el obelisco acabaría cayéndose, pero ahí
sigue. La fuente de la Piazza Navona de Roma fue ideada por
Borromini, pero el diseño recayó al final en Bernini.
Para entonces la enemistad de los dos artistas ya
creaba leyendas. Dos de las esculturas de la fuente de la Piazza Navona parecen
horrorizadas de lo que ven, precisamente donde se levanta la iglesia de
Sant’Agnese de Borromini. Conclusión: Bernini lo hizo para burlarse. La verdad
es que las obras del templo comenzaron después, en 1653, pero esa anécdota ya
se ha quedado así. Sí parece cierta, en cambio, otra similar en el palacio de
Propaganda Fide. Se lo adjudicaron a Borromini y se dio el gustazo de demoler
una capilla que había hecho Bernini. La volvió a levantar él, una de sus obras
maestras. Además, la casa de su rival quedaba justo enfrente y esculpió frente
a su ventana unas orejas de burro, en pleno escándalo de los campanarios de
San Pedro. Como respuesta, Bernini colocó en la fachada de Borromini una
escultura de un enorme falo. Tan irreverentes obras fueron retiradas por orden
papal.
El cambio de Pontífice, en 1655, fue un desastre para
Borromini. Llegó Alejandro VII, amigo de Bernini, y su momento terminó. Le echaron de todas las obras que tenía
y Bernini entró en su periodo más glorioso, con 60 años. Firmó la cátedra de
Pedro, la columnata de San Pedro y la Scala Regia del Vaticano. Que, dicho sea
de paso, copiaba el efecto óptico que Borromini había utilizado en su famosa
perspectiva del palacio Spada, un fantástico truco visual que crea la ilusión
de que una galería de 9 metros parece que mida 35.
Borromini, al final de su vida, era errático, gruñón y
autodestructivo, mientras Bernini era famoso y hasta le llamaron a París para
ampliar el palacio real del Louvre. Los arrebatos de locura de Borromini eran
tan conocidos que a nadie le sorprendió que se suicidase por una banal discusión
con su sirviente sobre si se encendía o se apagaba la luz. Se arrojó sobre una
espada y tardó un día en morir. Aunque otras teorías apuntan que simuló un
suicidio para salvar a su criado, que le habría apuñalado en una pelea. Bernini
vivió 13 años más, pero seguramente la vida sin Borromini ya no fue lo mismo.
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