Oposición Geografía e Historia. Prácticas de Historia. Comentario de Textos: Campañas de Alfonso I en el Duero. Tema 29: La expansión de los reinos cristianos en la península Ibérica.
Campañas de Alfonso I, vaciamiento de la cuenca del Duero y repoblación de las montañas y costa cantábricas:
Muerto éste, fue elegido rey por todo el
pueblo Alfonso, quien, con la gracia de Dios, tomó el cetro del reino y
consiguió dominar siempre la fuerza de los enemigos. Con su hermano Fruela
dirigiendo el ejército tomó muchas ciudades. Estas son: Lugo, Tuy Oporto,
Anegiam, Braga, Viseo, Chaves, Ledesma, Salamanca, Numancia, que ahora llaman
Zamora, Avila, Astorga, León, Simancas, Saldaña, Amaya, Segovia, Osma,
Sepúlveda, Arganza, Clunia, Mave, Oca, Miranda, Revenga, Carbonera, Abalos,
Cenicero y Alesanco, con sus castillos, villas y aldeas. Matando a todos los
árabes llevó consigo a los cristianos a la patria. En ese tiempo se poblaron
Asturias, Primorias, Liébana, Trasmiera, Sopuerta, Carranza, Bardulias, que
ahora llaman Castilla, y la parte marítima. Y Galicia, Alava, Vizcaya, Alaon
(¿Ayala?) y Orduña siempre habían sido poseídas por sus habitantes, así como
Pamplona, Deyo y Berrueza (...)
GOMEZ MORENO, M. "Las
primeras Crónicas de la Reconquista: el ciclo de Alfonso III", B.R.A.H.,
T.C., 1952, pp. 615-616.
Para realizar el comentario de forma precisa os
adjunto la siguiente información, tomada
íntegramente de Juan
Ignacio Ruiz de la Peña Solar: Alfonso I | Real Academia de la Historia (rah.es)
ALFONSO I de Asturias.
Alfonso I. ?, f. s. VII-p. s. VIII – Cangas de Onís
(Asturias), 757. Rey de Asturias.
La prematura muerte de Favila (739), con
hijos presumiblemente de corta edad, plantea un problema sucesorio en el centro
de poder de Cangas de Onís que se resuelve con la promoción al caudillaje del
núcleo de resistencia astur de su cuñado Alfonso, primero en la serie de
monarcas hispanos de este nombre. Tanto la Crónica de Alfonso
III, en sus dos versiones, como la Albeldense, fuentes
narrativas fundamentales para el conocimiento de la historia política del reino
de Asturias, facilitan abundante información sobre el círculo familiar del
nuevo monarca y sus vínculos con Pelayo, a través de su matrimonio con su hija
Ermesinda, que aparece como causa justificativa última de su acceso al trono
mediante elección popular. Otro documento de excepcional interés para esta
época, el famoso Testamentum Adefonsi del año 812, al hacer la
genealogía de Fruela, hijo de Ermesinda y Alfonso, silencia el nombre de éste,
estableciendo la relación sucesoria de aquél por vía matrilineal que le lleva a
su abuelo Pelayo. A Alfonso I lo presentan aquellos textos cronísticos de fines
del siglo IX como hijo de Pedro, duque de Cantabria o de los cántabros, ennobleciendo
su estirpe goda las dos versiones de la Crónica de Alfonso III con
una pretendida ascendencia regia, en un afán de legitimación de orígenes de los
monarcas astures que entroncarían así por vínculos de sangre con la extinta
realeza visigoda. El texto Rotense de la crónica alfonsina alude a la llegada a
Asturias de Alfonso en tiempo de Pelayo, casándose con su hija Ermesinda, según
la Albeldense “por iniciativa del propio Pelayo”, con quien
habría combatido ya contra los musulmanes. En cualquier caso, la jefatura de
Alfonso significaba en términos políticos la formalización de una alianza
astur-cántabra desde los primeros tiempos del Asturorum Regnum; y
la soldadura de los dos linajes, el pelagiano y el de Pedro, entre cuyos
descendientes recaerá exclusivamente —con la única excepción del breve reinado
de Silo (774-783)— la corona del reino, afirmándose finalmente, a partir de
Ramiro I y no sin frecuentes y conflictivas contestaciones, el principio de
sucesión patrilineal que parece vincularse al tronco familiar del antiguo duque
de Cantabria a través de los descendientes de su hijo Fruela, hermano de
Alfonso I.
Durante los casi veinte años de su
caudillaje (739-757),
el pequeño núcleo astur con centro en Cangas de Onís no sólo logra preservar su
independencia, sino que inicia decididamente su expansión territorial por los
extremos occidental y oriental de la región de Primorias, entre
el Sella y el Deva, desbordando ampliamente los límites de las Asturias
nucleares. Por otra parte, Alfonso I lleva a cabo una serie de victoriosas
campañas militares en los vastos territorios que se extendían al sur de la
cordillera Cantábrica, procediendo además a la reorganización interna de los
espacios norteños o transmontanos encuadrados, con mayor o menor grado de
integración, en la órbita política de la Corte de Cangas. Tales campañas, así
como sus consecuencias y la actividad de repoblación interior en las tierras
del reino, son conocidas por los relatos singularmente expresivos que de ellas
hacen las crónicas ovetenses de fines del siglo IX, en especial la de Alfonso
III. Tales informaciones, teniendo en cuenta los intereses políticos del
Monarca que inspira su redacción —el propio Alfonso III— deben ser acogidas e
interpretadas con bastantes reservas, como se ha venido haciendo en los últimos
años, abriéndose así un animado debate historiográfico, con posturas extremas
difícilmente conciliables, que dista mucho de estar resuelto en la actualidad.
Para la puesta en marcha de sus acciones
militares contra los musulmanes Alfonso I contó no sólo con unas fuerzas
propias que no debían ser de gran entidad, sino y acaso en mucha mayor medida
con las favorables circunstancias que le brindaban, de una parte, las luchas
internas de la España musulmana —sublevación de los beréberes contra los árabes
y evacuación por aquéllos de sus asentamientos en el cuadrante noroccidental de
la Península— y de otra el azote del hambre, con la inevitable secuela del
drenaje demográfico, que en los años medios del siglo VIII parece que hizo
grandes estragos en los territorios de la Meseta. Las fuentes árabes ofrecen
expresivos testimonios de esta situación que iba a brindar una favorable
coyuntura al proyecto político expansionista del primer Alfonso. Acompañado en
sus expediciones militares de su hermano Fruela, cabeza del linaje de los
últimos monarcas astures, recorrió triunfalmente, según el testimonio de
la Crónica de Alfonso III, Galicia y el norte de Portugal, las
tierras situadas al sur de la cordillera Cantábrica, hasta el Duero, traspasando
en sus incursiones este río, y las comarcas de la cuenca alta del Ebro.
La Crónica Albeldense, con
su laconismo habitual, refiere la conquista por Alfonso I de las ciudades de
León y Astorga,
añadiendo que el monarca devastó los Campos Góticos hasta el Duero y “extendió
el reino de los cristianos”. Mucho más explícita, la crónica regia en sus dos
versiones hace una detallada enumeración de las ciudades y fortalezas “con sus
villas y aldeas” que el belicoso Rey asturiano, junto con su hermano Fruela,
tomó a los musulmanes a lo largo de una extensa franja territorial que tendría
como límites extremos, por el occidente la costa atlántica y por el este las
tierras de la cuenca alta del Ebro, al sur del país de los vascos. Entre esas
plazas, que se citan nominalmente —veintinueve en la versión Rotense, treinta y
uno en el texto “a Sebastián”— se encontraban la mayoría de los más importantes
centros urbanos de tradición romano-gotica existentes en los vastos espacios
sometidos a las devastadoras incursiones del Monarca.
Carente de recursos humanos y
materiales, Alfonso I no pudo, ni pretendió, consolidar todas estas
espectaculares conquistas.
Sin embargo, sus rápidas y brillantes campañas tendrían una importancia grande
para el futuro del Reino de Asturias: la defensa de su integridad territorial
se reforzaba por la existencia de una amplísima zona despoblada que se extendía
entre la cordillera Cantábrica y el Duero, prolongándose incluso más allá de
este río. Esos territorios asolados por las campañas del Rey asturiano,
particularmente la Tierra de Campos, constituirán en lo sucesivo un “yermo
estratégico” que se interpondrá como barrera difícilmente franqueable entre la
España islámica y el corazón del reino asturiano. Los habitantes de esas
tierras del valle del Duero, sometidas hasta entonces al dominio musulmán,
serían transplantados a las tierras transmontanas, repoblándose intensamente
los espacios que se extendían entre la cordillera y el mar, desde las costas
galaicas hasta la margen izquierda del Nervión, ya en tierras vascongadas o
vasconizadas de la actual provincia de Vizcaya: “Por ese tiempo —dice la Crónica
de Alfonso III— se pueblan Asturias, Primorias, Liébana, Trasmiera,
Sopuerta, Carranza, las Vardulias, que ahora se llaman Castilla, y la parte
marítima de Galicia”. Esta franja norteña constituye, al finalizar el reinado
de Alfonso I, el marco territorial, considerablemente ampliado en relación con
la época precedente, del reino cristiano del que Asturias, su núcleo
originario, continuó siendo el centro geográfico y político. Dos comarcas
fronterizas y expuestas en el futuro a las continuas razias islámicas,
protegían los flancos de aquellos territorios: por occidente Galicia, y al este
las tierras de la Bureba, Rioja y Álava, zona esta última de límites imprecisos
englobada, al menos parcialmente, dentro del área vascongada.
La precedente exposición de las campañas
de Alfonso I y sus consecuencias, deducida de la aceptación de las
informaciones de los ricos textos cronísticos que las relatan y de la
interpretación que de tales textos hizo en su día Claudio Sánchez-Albornoz,
resume la que podría calificarse de tesis tradicional sobre el problema
historiográfico de la despoblación del valle del Duero y consiguiente
repoblación interior del reino de Asturias. Pero, ¿en qué medida esta propuesta interpretativa
refleja la realidad de los hechos? ¿Cuál fue el alcance real de la despoblación
del valle del Duero y del trasplante de población de esas áreas sureñas
devastadas por las correrías alfonsinas que, según la expresiva referencia de
la Crónica de Alfonso III, el Monarca “llevó consigo a la
patria”, es decir, a las tierras insumisas norteñas? La tesis patrocinada por
Sánchez-Albornoz, favorable a la despoblación efectiva y de gran alcance de la
Meseta sería contestada por Ramón Menéndez Pidal, negando la efectividad del
despoblamiento masivo expresamente atribuido por la crónica regia a las
campañas del primer Alfonso y la de una consiguiente repoblación de las tierras
comprendidas entre la cordillera Cantábrica y el mar con los contingentes
humanos que el Monarca, siempre según el texto cronístico, habría llevado
consigo a esas tierras norteñas. La despoblación de la vasta cuenca del Duero
quedaría reducida a términos relativamente modestos y un reducido alcance
tendría, consecuentemente, la repoblación con los efectivos provenientes de las
tierras sureñas en las comarcas septentrionales que la Crónica de
Alfonso II dice que “se pueblan” por el primer Alfonso y que no parece
que hubiesen sufrido quebranto demográfico apreciable. El término poblar tendría,
según Menéndez Pidal, el sentido de “reducir a una nueva organización
político-administrativa una población desorganizada, informe o acaso dispersa a
causa del trastorno traído por la dominación musulmana, por breve y fugaz que
hubiese sido”. Sánchez-Albornoz se reafirmaría en su tesis despoblacionista del
valle del Duero y favorable también a la consiguiente repoblación de las
tierras norteñas del reino, con la aportación de ingentes argumentos documentales
de todo tipo, abriéndose así un debate historiográfico que continúa vivo y ha
suscitado en los últimos años adhesiones más o menos matizadas a una u otra
posición o nuevos desarrollos e interpretaciones de las mismas.
Acaso el planteamiento de lo que pudo
haber sido la “despoblación del valle del Duero”, cuyo alcance exacto quizá
nunca sea posible establecer, deba hacerse no desde la consideración global de
esos grandes espacios que se extienden al sur de la cordillera cantábrica y de
la franja norteña de Galicia sino tomando en consideración sectores parciales
de los mismos, porque todos los indicios parecen apuntar a una desigual
incidencia de esa pretendida despoblación según las áreas regionales a las que
pudo afectar. Es probable que en relación con el alcance de ese proceso de
vaciamiento demográfico y con las áreas más profundamente afectadas, la Crónica
Albeldense, en principio siempre la más digna de crédito entre las
fuentes narrativas asturianas, dé una visión más próxima a la realidad que la
muy amplificada y radical versión de los hechos que ofrece la Crónica
de Alfonso III, mucho más condicionada por los presupuestos
ideológicos neogoticistas imperantes en el círculo cortesano ovetense de fines
del siglo IX. Así, el sector leonés, del que la Albeldense cita
expresamente las ciudades de León y Astorga como objeto de las expediciones de
conquista de Alfonso I, y los “Campos Góticos, hasta el Duero”, asolados por
este mismo monarca según el mismo texto cronístico, habrían constituido el
espacio más seriamente afectado por la despoblación. Tampoco parece rechazable
la extensión de las campañas de Alfonso I, continuadas después por su hijo y
sucesor Fruela, sobre la región galaica, donde, sin embargo, no es admisible
una despoblación, entendida aquí en el sentido de vaciamiento demográfico, que
no permite suponer el curso de los acontecimientos que tendrán por escenario en
el futuro próximo ese espacio galaico, cuyas estructuras
político-administrativas y eclesiásticas en alguna medida debieron resultar
afectadas desde los primeros tiempos de la conquista islámica. Se hace
igualmente difícil admitir la despoblación radical de las tierras que se
extienden entre el Miño y el Mondego, en las que la historiografía portuguesa
ha defendido tradicionalmente la permanencia de sus habitantes.
En cuanto al sector más oriental de la
Meseta superior, que englobaría los términos de la futura Castilla hasta la
cuenca del Ebro en tierras riojanas y, por el sur, hasta el Duero, también
deben extremarse las cautelas a la hora de medir el alcance de la despoblación
sugerida por el relato de la Crónica de Alfonso III. Los
valles altos que descienden desde la cordillera hacia las tierras llanas de la
futura Castilla no debieron verse afectados por un serio quebranto demográfico
derivado de las campañas alfonsinas, ni seguramente las tierras alavesas que,
según la misma crónica regia, siempre habían estado en poder de sus gentes y
que aparecen soldadas sin solución de continuidad con esas “Vardulias, que
ahora se llaman Castilla” y que constituyen uno de los escenarios de la acción
“pobladora” de Alfonso I, en expresión del mismo texto cronístico.
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