TEMA HISTORIA DE ESPAÑA.- BACHILLERATO
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TEMA 7. EL
REINADO DE ISABEL II
1.
LA REVOLUCIÓN
LIBERAL EN EL REINADO DE ISABEL II. CARLISMO Y GUERRA CIVIL. CONSTRUCCIÓN Y
EVOLUCIÓN DEL ESTADO LIBERAL.
1.1. La tormentosa transición al Liberalismo:
el Carlismo.
A partir de 1833 se produjo
la desaparición definitiva del Antiguo Régimen, tras los dos intentos
frustrados anteriores de implantar el liberalismo: el de las Cortes de Cádiz
(1810-14) y el del Trienio Liberal (1820-23). Sin embargo el proceso que
comienza con la muerte de Fernando VII y la ascensión al trono de su hija
Isabel II no fue fácil, sino traumático: una guerra civil. En efecto, las
tensiones acumuladas en los últimos años del reinado anterior estallaron cuando
los absolutistas más ultras, denominados apostólicos y más tarde carlistas, no
aceptaron la pérdida de la corona por parte de Carlos María Isidro, con lo que
eso significaba políticamente, y comenzaron una guerra para la que llevaban ya
tiempo preparándose. Por tanto el enfrentamiento entre Carlos María Isidro y
María Cristina (madre de la reina Isabel, de la que actúa como regente) es una
cuestión dinástica, pero con un claro trasfondo político: los carlistas
pretenden mantener el Antiguo Régimen mientras que los que quieren acabar con
él (liberales) apoyaban la causa de Isabel II.
El carlismo constituye una ideología
reaccionaria que se caracteriza por la defensa de los fueros vascos y navarros
(que peligraban si se imponía el liberalismo, dado que éste tiende a la
unificación legislativa), el tradicionalismo (rechazo de la “modernidad”,
entendida como degeneración y pérdida de la identidad propia y de las
costumbres), el ruralismo (exaltación de la vida campesina frente al proceso
creciente de urbanización, por la deshumanización que ésta comporta) y la
intransigencia religiosa (pretendía mantener los privilegios del clero así como
restablecer la Inquisición). Su lema es Dios, Patria y Rey. Su ámbito
geográfico y social era principalmente el País Vasco y Navarra, debido a su
defensa de los fueros, y, en menor
medida, las zonas montañosas de Cataluña, Valencia y Aragón. En el resto de
España el apoyo a la causa carlista fue bastante minoritario (únicamente un
sector importante del clero, algunos nobles y campesinos muy apegados a la
tradición). Sin embargo, Carlos María Isidro pretendía ser rey de toda España y
en ningún modo separar al País Vasco y Navarra de aquélla. Los escándalos
personales y financieros que provocaba constantemente la regente María Cristina
produjeron un aumento de simpatías hacia la causa de su cuñado Carlos, cuya
conducta privada era intachable.
La Primera
Guerra Carlista (1833-1840) fue una
guerra civil, pero con trascendencia internacional. Esto último se debe a que
las principales potencias absolutistas (Rusia, Austria y Prusia) apoyaron a
Carlos mientras que los países de régimen liberal (Francia, Portugal e
Inglaterra) ayudaron a Isabel. El apoyo inglés y francés al bando liberal
obedecía no sólo a razones de afinidad política, sino también al compromiso de
María Cristina de pagar la deuda exterior que había contraído el gobierno
durante el Trienio Liberal y que Fernando VII, tras la segunda restauración
absolutista, no había querido reconocer. Además, el gobierno liberal se
comprometía a abrir el mercado español a los productos y capitales extranjeros.
La ayuda inglesa se concretó en el envío de 10.000 soldados voluntarios y la
concesión de créditos y de una gran cantidad de armamento.
La guerra se caracterizó por su gran crueldad y ocasionó unos 200.000 muertos. De los choques iniciales salieron vencedores los carlistas, gracias a la eficacia y rapidez en las acciones de su general en jefe Zumalacárregui, un genial estratega que ya había participado como capitán en la Guerra de Independencia. Otra razón fue la lentitud e indecisión de la regente María Cristina en el envío de tropas a las zonas sublevadas, puesto que hasta el último momento esperó lograr un acuerdo con su cuñado que evitase la guerra. Pese a sus éxitos iniciales y al dominio que ejercían sobre las zonas rurales del Norte, los carlistas fracasaron en su intento de conquistar ciudades importantes. Después de la muerte de Zumalacárregui en el asedio de Bilbao (1835), los liberales tomaron el control de la contienda, siendo dirigidos por el general Espartero. Sin embargo ésta se prolongó por la imposibilidad del ejército liberal de dar un golpe definitivo a sus adversarios carlistas, que habían adoptado con éxito el sistema de guerrillas y que encontraban el apoyo de la mayoría de los campesinos norteños. No obstante, el lógico desgaste que producía un conflicto tan largo y cruento explica la división del bando carlista entre los partidarios de negociar una paz honrosa (encabezados por el general Maroto, lorquino de nacimiento) y los que querían continuar a todo trance una guerra que era imposible ganar (el general Cabrera y el propio pretendiente don Carlos). Finalmente, en agosto de 1839 tuvo lugar en la localidad de Vergara la firma oficial del tratado de paz entre el general carlista Maroto y el liberal Espartero (Convenio o “Abrazo de Vergara”). Por este tratado los carlistas aceptaban a Isabel II como reina, lo que suponía la aceptación de su derrota; a cambio los isabelinos se comprometían a respetar los fueros vascos y navarros, al tiempo que permitían la incorporación de los militares carlistas en el ejército español con plenos derechos. Sin embargo el acuerdo fue considerado como una traición por el sector más intransigente del carlismo, que, encabezado por el general Cabrera, continuó sus acciones bélicas un año más en algunas comarcas montañosas de Aragón y Valencia (el Maestrazgo). La derrota final obligó a Carlos Mª Isidro a refugiarse en el extranjero.
1.2. Isabel II: la organización del régimen
liberal
Durante el reinado de Isabel
II se produce definitivamente el triunfo del liberalismo frente al sistema
absolutista. La doctrina política liberal tiene su origen en las ideas de los
filósofos ilustrados franceses e ingleses del siglo XVIII (Voltaire, Rousseau,
Montesquieu, Locke). Sus ideas principales son: la soberanía nacional, la
necesidad de que los estados tengan como ley máxima una constitución escrita,
que incluya la relación de derechos y libertades (con especial insistencia en
el derecho a la propiedad privada); la división de los poderes del estado; unas
Cortes representativas de la voluntad de los ciudadanos; la independencia de la
justicia; la limitación del poder del rey. Estas ideas responden a la ideología
e intereses de la pujante burguesía europea que, gracias a las revoluciones
liberales, se va a convertir en la clase políticamente dominante. También lo
conseguirá en el aspecto económico, a través del proceso de Revolución
Industrial.
Sin embargo en el caso
español el triunfo del liberalismo político es más complejo, debido a la
debilidad de la burguesía (lo que a su vez se debe a la falta de una auténtica
Revolución Industrial), a la división de los liberales y a la fuerte
resistencia de los antiguos estamentos privilegiados a perder sus derechos
históricos. Ya durante el Trienio Liberal (1820-23) se había puesto de
manifiesto la división del bando liberal entre doceañistas y veinteañistas,
grupos que en tiempos de Isabel II se denominarán respectivamente moderados y
progresistas, que son los principales partidos del reinado.
El partido
moderado representa los intereses de la nobleza, el clero y
alta burguesía; defiende los poderes del rey; el centralismo político; un
sistema de sufragio censitario muy restringido; Cortes bicamerales, con la
creación de una cámara alta (Senado) en la que los antiguos estamentos
privilegiados tienen el control; la obsesión por la seguridad y el
mantenimiento del orden; defensa del clero y de la Iglesia Católica;
restricción de los derechos ciudadanos, particularmente el de prensa; el
proteccionismo económico. La constitución de 1845 es el documento que mejor
refleja esta ideología. Sus líderes fueron Martínez de la Rosa, Bravo Murillo
y, sobre todo, el general Narváez. Se puede concluir que el moderantismo es el
resultado de una especie de pacto entre los grandes empresarios, los nuevos
terratenientes, algunos altos mandos del ejército y los antiguos estamentos
privilegiados. Este heterogéneo grupo social es el que ostentará el poder
político y económico
durante gran parte del siglo XIX y primeras décadas del XX formando una
auténtica oligarquía.
Los
progresistas proceden de las clases medias urbanas e
intelectuales. Defienden la idea de una soberanía nacional representada sólo
por las Cortes; el unicameralismo para acabar definitivamente con la influencia
de la nobleza y el clero en la vida política; la ampliación de los derechos de
los ciudadanos, incluida la extensión del de sufragio; libertad de prensa;
recorte del poder del monarca; transferencia de poder a los ayuntamientos
(deseo de descentralización del estado); la libertad de cultos y el
anticlericalismo (total separación de la Iglesia y el Estado); el librecambismo
en el terreno económico. La constitución non nata de 1856 es el texto
progresista por excelencia, dado que la de 1837, superficialmente considerada
progresista, tiene sin embargo algunos elementos claramente moderados.
Destacados progresistas fueron Mendizábal, Calatrava, Madoz y el general
Espartero. En conclusión, el progresismo español fue durante la primera mitad
del siglo XIX el verdadero portavoz de las ideas del liberalismo político.
Además de estos dos
partidos, hubo durante el reinado de Isabel II otros grupos políticos: Unión Liberal
(de tendencia de centro-derecha, tuvo un gran protagonismo en los gobiernos de
la etapa final de Isabel II; su líder fue otro general, O´Donnell); Partido Demócrata
(que procede del progresismo; es partidario del sufragio universal; de su seno
nacerán los grupos republicanos); Carlistas (desean la vuelta al Antiguo
Régimen, por lo que están en contra del sistema liberal, al que se oponen por
la vía armada; defienden el foralismo y los derechos tradicionales de la
Iglesia y el clero).
Todo el reinado de Isabel II es una larga etapa
caracterizada por la inestabilidad política, el estallido de las dos
primeras guerras carlistas, el protagonismo político de los militares con la
profusión de golpes de estado, la promulgación de múltiples constituciones
(1834, 1837, 1845, 1856) y los frecuentes brotes de violencia de naturaleza
política.
Se divide
en dos periodos: entre 1833 y 1843 transcurre el de minoría de edad de la reina (etapa
que a su vez se divide entre las regencias de María Cristina y la del general Espartero); y el de mayoría de edad de
Isabel II (1843-68),
durante el cual el Partido Moderado fue el que más tiempo estuvo en el gobierno
(en consonancia con las ideas políticas conservadoras de la reina). Hechos
sobresalientes ocurridos durante este reinado fueron las desamortizaciones de
Mendizábal (1836-37) y Madoz (1855), la creación de la Guardia Civil (1844), el
Concordato con el Vaticano (1851), la aparición de los ferrocarriles (primera
línea en servicio: Barcelona-Mataró, 1848) y la regulación del sistema de
enseñanza mediante la llamada Ley Moyano (1857).
El periodo final del reinado de Isabel II se
caracteriza por el desprestigio de la reina (que se vio envuelta en
varios escándalos personales y económicos) y el consiguiente aumento de la
oposición al régimen. Tras varios infructuosos intentos de golpes de estado
antiborbónicos, finalmente triunfó la revolución de septiembre de 1868. Isabel
II, falta de apoyos políticos, se vio obligada a exiliarse. Así comenzó el
Sexenio Revolucionario que va de 1868 a 1874.
2.
TRANSFORMACIONES
ECONÓMICAS DEL SIGLO XIX: LAS DESAMORTIZACIONES
Desde el punto de vista económico este periodo está marcado por la
progresiva aparición de unas estructuras capitalistas, de forma que el antiguo
sistema agrario de tipo señorial o feudal va dando paso muy lentamente a otro
distinto caracterizado por los cambios en el sistema de propiedad de la tierra
(desamortizaciones).
2.1. Doble desamortización eclesiástica y
civil
Aunque a lo largo del siglo XIX fue perdiendo peso, la agricultura
siguió siendo el sector económico más importante de nuestra economía, lo cual
es indicativo del escaso desarrollo industrial de España en ese periodo. Los
cambios más importantes en el sector agrícola afectaron a la estructura de la
propiedad y a la creciente comercialización de los productos. En cambio, la
productividad siguió siendo baja debido al uso de técnicas arcaicas. Por eso periódicamente
se siguieron produciendo crisis de subsistencias, que afectaban al conjunto de
la economía española.
El elemento clave en la reestructuración de la propiedad agraria fue la
desamortización, proceso jurídico-político que consiste en sacar al mercado
libre bienes que durante el Antiguo Régimen eran inalienables, tanto
nobiliarios sometidos a la ley del mayorazgo (desvinculación) como de los
ayuntamientos y de la Iglesia (bienes de “manos muertas”). Los pertenecientes a
estos dos últimos habían sido previamente expropiados por el estado.
En un principio el objetivo fundamental de las desamortizaciones sería
crear un campesinado libre que explotaría las tierras compradas con mentalidad
capitalista de obtención del máximo beneficio económico, lo cual redundaría en
un aumento de la producción y de la riqueza nacional. El modelo a seguir sería
el de la Francia revolucionaria de 1789. Pero la realidad no fue así: los
compradores de las tierras desamortizadas fueron los banqueros, comerciantes,
industriales y nobles, es decir los únicos sectores poseedores de dinero en
efectivo. En consecuencia, no fue posible constituir en España una clase de
campesinos de propiedades medianas, como sí había sucedido en Francia durante
la Revolución. Por el contrario, el latifundismo de baja productividad se
acentuó, como señala el historiador Jaime Vicens Vives.
Para comprender el proceso de desamortización también es muy importante
tener en cuenta las grandes dificultades de la Hacienda Pública española (deuda
pública acumulada y déficit presupuestario crónico), lo que se debe tanto a las
guerras que se amontonan en las cuatro primeras décadas del siglo XIX como a la
necesidad de financiación de un estado moderno con un creciente número de
funcionarios y, en consecuencia, generador de un mayor gasto. Jordi Nadal (en
su libro El fracaso de la Revolución Industrial en España; Barcelona, Ariel
Historia,1975) compara el caso inglés y el español: mientras el estado
británico obtenía cerca de la mitad de sus ingresos (el 40´8 %) a través de las
aduanas (es decir, una fuente de financiación constante y normal), la Hacienda
española, abrumada por la magnitud de la deuda pública acumulada, no tuvo más
remedio para financiarse que acudir a la vía revolucionaria, que no es otra que
la apropiación y posterior venta de las riquezas naturales del suelo y del
subsuelo. Por tanto la agricultura y la minería fueron los sectores afectados.
Es decir, el estado expropia los bienes de manos muertas y posteriormente los
pone en venta mediante pública subasta. Es importante tener en cuenta que
fueron los progresistas, en las escasas ocasiones que estuvieron en el
gobierno, los que promulgaron las leyes de desvinculación y desamortización. El
Partido Moderado (y por supuesto los carlistas) estuvo en contra de dichos
procesos, aunque algunos de sus seguidores se beneficiaron del lucrativo
negocio. De ahí se deduce que la desvinculación y la desamortización, aunque se
trate de fenómenos de naturaleza económica, tuvieron también una importante
trascendencia política.
La desvinculación de los bienes nobiliarios se hacía mediante un doble
paso: en primer lugar se abolieron los señoríos feudales, con lo que los
antiguos señores se convertían en propietarios libres y perdían los derechos
jurisdiccionales sobre sus antiguos siervos; en un segundo momento, se suprimió
la ley del mayorazgo (1820), ley castellana de origen medieval por la que el
hijo primogénito de un noble recibía en herencia todos los bienes familiares,
con la obligación de no venderlos, puesto que debía legarlos íntegros a la
siguiente generación. Aunque Fernando VII restableció los mayorazgos tras
recuperar sus poderes absolutos en 1823, serían definitivamente suprimidos por
otra ley de 1836.
Ya a finales del XVIII y principios del XIX se habían llevado a cabo
ciertas medidas desamortizadoras (Godoy en 1798, José I Bonaparte desde 1808,
Cortes de Cádiz entre 1810 y 1814, Trienio Liberal desde 1820). Pero las dos
principales desamortizaciones tuvieron lugar ya en el segundo tercio del XIX.
La desamortización de Mendizábal (1836-55). En plena guerra carlista,
el ministro de Hacienda Juan Álvarez Mendizábal, del Partido Progresista,
disolvió las órdenes religiosas (excepto las dedicadas a la enseñanza y a la
asistencia hospitalaria) y organizó por decreto del 16 de febrero de 1836 la
incautación y posterior subasta de los bienes de las órdenes regulares. Otra
ley del 29 de julio de 1837 amplió ese proceso a los bienes del clero secular.
Jordi Nadal señala que al comenzar la Década Moderada, que puso freno a la
desamortización, cerca de las tres cuartas partes de las tierras de la Iglesia
habían sido expropiadas y subastadas y, por tanto, pertenecían ahora a dueños
particulares. La finalidad de estas leyes de desamortización fue múltiple:
§
Obtener
fondos para sufragar los gastos de la guerra carlista.
§
Eliminar
la deuda pública (los compradores podían pagar con títulos de la deuda). El
saneamiento de la Hacienda Pública permitía al estado obtener nuevos préstamos.
§
“Castigar”
a la Iglesia por su adscripción mayoritaria al bando carlista. Las leyes de
desamortización provocaron la ruptura de las relaciones diplomáticas de la
España liberal con Roma. Además el papa excomulgó a quienes compraran bienes
que habían pertenecido a la Iglesia. Sin embargo esta amenaza de nada sirvió
para frenar el afán de lucro de los compradores (en Baleares se alcanzó la
cifra del 99 % de tierras eclesiásticas desamortizadas; e incluso en una
provincia con sentimientos religiosos tan enraizados como Navarra el porcentaje
llegó al 77´4%). En compensación por los perjuicios ocasionados, el estado se
comprometió a subvencionar el culto y a pagar a los sacerdotes, con lo que
éstos pasaban a ser una especie de “funcionarios” dependientes económicamente
del estado liberal.
§
Atraer
a las filas liberales del gobierno a la nueva clase de burgueses que adquieren
los bienes desamortizados, ampliando así la base social del régimen isabelino.
También fueron favorecidos muchos nobles por la compra de tierras a muy bajo
precio. Nobles y burgueses eran los únicos sectores sociales que tenían el
dinero necesario para efectuar las compras.
La desamortización de Mendizábal decepcionó a quienes (como por ejemplo
Flórez Estrada) confiaban en que serviría para realizar un reparto de las
tierras expropiadas entre los campesinos. Pero el estado dio a los compradores
pocas facilidades de pago y se decidió por adjudicar cada puja al mejor postor,
que casi siempre era un aristócrata o un empresario burgués. El objetivo
principal del gobierno progresista está claro que no era la puesta en marcha de
una reforma agraria, sino el de aumentar los ingresos del estado.
La desamortización de Madoz (Ley de Desamortización General, 1855-1924). Tras el parón que sufrió
la desamortización con la llegada al poder de los moderados (Década Moderada,
1844-54), la vuelta de los progresistas en 1854 supuso un nuevo impulso.
Promovida la nueva ley desamortizadora por el ministro Pascual Madoz, salieron a la venta los bienes
eclesiásticos no vendidos anteriormente, los del estado, los de las Órdenes
Militares y los bienes de propios (pertenecientes a los ayuntamientos, cuyas
rentas por su alquiler se destinaban al mantenimiento de los mismos) y de
comunes (también propiedad de los ayuntamientos, pero cuyo disfrute
correspondía libremente a todos los vecinos del municipio). Es decir, fueron
privatizadas todas las tierras que hasta entonces eran de propiedad colectiva.
El valor total de los bienes desamortizados por Madoz (11.300 millones de
reales) duplicó el de la desamortización de Mendizábal.
Aunque el procedimiento desamortizador de 1855 fue similar al anterior
(es decir, primero la expropiación y después la venta de los bienes mediante
subasta pública), el dinero obtenido tuvo un fin distinto: la compra de deuda
pública por los ayuntamientos (así se pretendía garantizar el mantenimiento de
ingresos por parte de estos ayuntamientos por medio de los intereses) y
construcción del tendido del ferrocarril principalmente.
Para concluir podemos decir que el balance de las desamortizaciones fue
poco positivo, ya que los objetivos de las leyes desamortizadoras sólo se
cumplieron en escasa medida por diversas razones:
§
Muy
pocos campesinos sin tierra pudieron acceder a la propiedad de las fincas
desamortizadas, pues no se les ofrecieron suficientes facilidades de pago. La
propiedad agraria en el centro y sur del país continuó concentrada, incluso más
que antes, en unos pocos latifundistas.
§
La
burguesía compradora a veces siguió imitando el tradicional modelo de
explotación de la tierra de la nobleza, por lo que la productividad de las
tierras no mejoró sustancialmente.
§
Se
agravó la situación de más de tres millones de campesinos no propietarios, que
resultaron muy perjudicados por la privatización de las tierras municipales, lo
que desembocó en situaciones de violencia (sobre todo en el Sur) y en una
emigración masiva hacia las ciudades y el extranjero.
§
Aunque
las desamortizaciones aliviaron los problemas de la Hacienda Pública, el dinero
obtenido por el estado fue muy inferior al valor real de las fincas.
§ Se perdieron muchos tesoros artísticos al desaparecer los templos y monasterios afectados por la desamortización.
3.
REVOLUCIÓN
INDUSTRIAL. MODERNIZACIÓN DE LAS INFRAESTRUCTURAS: EL IMPACTO DEL FERROCARRIL
No obstante, superada esta etapa inicial, durante
el resto del siglo XIX la economía española entró en un periodo de lenta
expansión y de cambios tendentes a la creación y consolidación de un sistema
capitalista. Estos cambios se resumen en:
§
Paso
de la agricultura de subsistencia y señorial a otra de tipo comercial y
capitalista.
§
Transformaciones
importantes en la estructura de la propiedad agraria como resultado de la
desvinculación y desamortización.
§
Desarrollo
de los medios de transporte y de las vías de comunicación. En este aspecto es
particularmente importante la aparición de las primeras líneas ferroviarias.
Ello dio lugar a una intensificación del comercio interior.
§
Aparición
de la banca moderna.
§
Inversión
de grandes capitales extranjeros en los sectores clave de la economía española.
§
Nacimiento
de la era industrial, aunque sólo en algunas regiones.
§
Desarrollo
de la minería, sector dominado por compañías extranjeras que exportan el
mineral en bruto.
Pese al indudable progreso que significan los
hechos anteriores, también es cierto que el desarrollo económico español
durante el siglo XIX estuvo condicionado por varias circunstancias negativas,
en especial la falta de recursos energéticos (carbón) y financieros (por lo que
hubo que depender de las inversiones extranjeras). También fueron negativos el
excesivo apego de la naciente clase empresarial de la industria respecto a las
protecciones arancelarias, la ausencia de una política económica continuada y
de amplia perspectiva, la debilidad del mercado interior, la dependencia
tecnológica del exterior y la insuficiencia de la red viaria.
En el segundo tercio del siglo XIX tuvo lugar el
despegue de la Revolución Industrial. La incorporación española al proceso
industrializador resultó tardía, incompleta y desequilibrada, debido a la
existencia de una serie de obstáculos.
Fue tardía por las circunstancias
negativas que concurren en las primeras décadas del siglo (continuas guerras,
pérdida de las colonias americanas, crisis política fernandina con frecuentes
vaivenes políticos).
Fue incompleta porque existían factores negativos para su
desarrollo:
§
Dependencia
de una agricultura estancada (reducida capacidad adquisitiva del campesinado,
que sigue siendo la mayoría de la población).
§
Escaso
grado de integración geográfica (red viaria anticuada).
§
Falta
de algunas materias primas y de la principal fuente de energía, el carbón.
§
Atraso
tecnológico.
§
Escasez
de capitales nacionales, imprescindibles para el “despegue” industrial.
Fue desequilibrada porque no afectó a todo el territorio español,
sino sólo a una pequeña parte. El resultado sería un profundo contraste o
desequilibrio entre un interior atrasado y una periferia más dinámica:
Cataluña, País Vasco y Asturias.
Cuando el moderantismo se instala en el poder (1844) la relativa
estabilidad política y la ausencia de guerras moviliza el ahorro nacional y
afluye en abundancia el capital extranjero, aunque éste se invierte en sectores
de ganancias rápidas (ferrocarriles, minas y deuda pública), y no en industrias
básicas de rentabilidad a largo plazo, lo que produce la típica situación de
colonialismo económico.
La industria textil. Su desarrollo fue posible gracias a la acumulación de capital
mercantil y agrícola del XVIII y a la repatriación de capitales tras la pérdida
de las colonias americanas en 1824. Las medidas proteccionistas puestas en
práctica desde finales del siglo XVIII propiciaron la obtención de beneficios
que se reinvertían en la industria textil, convirtiéndose el sector algodonero
catalán en el barómetro del desarrollo económico nacional.
La introducción de la máquina de vapor (la primera en 1835) y la
creación de fábricas modernas trajo consigo un aumento de la producción que
equiparó a Cataluña con otros centros textiles europeos. De hecho, España se
convirtió en el cuarto productor mundial de tejidos. La primacía en este sector
de Cataluña se debe a diversos factores, pero muy especialmente a la tradición
artesanal y a la existencia allí de una burguesía de mentalidad emprendedora de
la que carecía el resto del país. Destacaron dos dinastías familiares catalanas
que durante generaciones se mantuvieron a la cabeza de la producción algodonera
española: los Güell y los Muntadas. Sin embargo, la mayoría de las fábricas
eran de pequeño o mediano tamaño. Su momento de mayor esplendor fue en las décadas
de 1870 y 1880.
Dos amenazas condicionaron constantemente la expansión de la industria
textil catalana. Por un lado, los años de malas cosechas significaban
inexorablemente una drástica disminución de la demanda de tejidos, por lo que
muchas fábricas se veían forzadas a cerrar. Lo mismo sucedía cuando el gobierno
de Madrid, aplicando una política comercial librecambista, decidía suprimir o
disminuir los aranceles aplicados a los productos textiles extranjeros, por lo
que el mercado español quedaba inundado de artículos foráneos (sobre todo
ingleses), más baratos y de mejor calidad. Ello explica el apoyo decidido de
los fabricantes catalanes hacia el Partido Moderado, que en los periodos que
estuvo gobernando aplicó una política comercial proteccionista, que les
defendía de la competencia exterior. Por el contrario, los progresistas eran
partidarios del librecambio, para lo cual contaban con el aplauso de los
empresarios españoles exportadores (por ejemplo los vinateros jerezanos y los
empresarios de explotaciones mineras). La opción librecambista minimiza la
intervención reguladora del estado en los mercados, argumentando que la
protección estatal hacia ciertos sectores económicos provocaría a largo plazo
el atraso tecnológico.
La Guerra de Secesión norteamericana cortó el tráfico del algodón, por
lo que hubo que importarlo de otros lugares. Fue entonces cuando comenzó a
desarrollarse e industrializarse el sector lanero (Sabadell, Tarrasa, Béjar,
Alcoy) y, en menor medida, el sedero (la producción de seda valenciana se
manufacturaba en Barcelona, hasta que los industriales franceses de Lyon
comenzaron a comprar la producción de seda española en bruto).
La industria siderúrgica. La demanda de hierro fue creciendo a lo largo del siglo XIX, pues era
necesario para la fabricación de máquinas, utillaje agrícola, ferrocarriles y
barcos. Para el desarrollo de esta industria eran indispensables el carbón
(para la fundición) y el mineral de hierro. El primer esfuerzo por dotar al
país de una siderurgia propia se localiza en la década de 1830 en Andalucía
(Marbella, Málaga y Sevilla), pero terminó fracasando por la dependencia total
de las materias primas y del carbón foráneos, por lo que el proyecto no tenía
rentabilidad ni futuro. Como ejemplo se puede señalar que el carbón mineral era
cuatro veces más caro en Málaga que en Asturias. Se intentó después (en los
años sesenta) en las cuencas asturianas (Mieres y La Felguera), aunque
resultaron inviables los altos hornos a bocamina de hulla por falta de hierro y
la mejor calidad y precio más barato del carbón británico, en concreto el
procedente de Gales. Al final, la ría de Bilbao se convirtió en el gran centro
siderúrgico español, aprovechando el hierro vizcaíno (minas de Somorrostro) y
el capital obtenido por la venta de gran parte de esta materia prima a
Inglaterra, de donde llegaba carbón, más barato y de mejor calidad (por su
mayor pureza y potencia calorífica) que el asturiano, en el flete de retorno.
Esto sucedió a partir de 1880. En 1882 fue introducido en Bilbao el convertidor
de Bessemer, lo que significó un gran adelanto tecnológico. En 1902 nació la
empresa líder del sector: Altos Hornos de Vizcaya. El dinero generado por el
sector siderúrgico originó la creación de una importante banca en el País Vasco
(Bancos de Vizcaya y de Bilbao). Los industriales vascos se hicieron
proteccionistas a partir de 1890, debido al aumento de la competencia por los
mercados internacionales.
El comercio exterior. En la segunda mitad del siglo XIX España importaba fundamentalmente algodón,
productos siderúrgicos, tejidos, maquinaria, carbón, madera y cereales. Las
exportaciones principales eran vinos y derivados, diversos minerales (plomo,
plata, cobre, hierro, mercurio), lana, aceite y corcho. El comercio ilegal
(contrabando) fue en algunas épocas más importante que el legal y tuvo como
productos más importantes el tabaco norteamericano y los tejidos británicos.
Las finanzas.
Durante el siglo XIX el estado tuvo que afrontar dos problemas financieros
graves: el de la enorme deuda exterior (que se remonta a los reinados de Carlos
IV y Fernando VII y que se incrementó con los gastos derivados de la guerra
carlista) y la reforma tributaria, consistente en suprimir multitud de
impuestos de origen feudal para reducirlos a unos pocos, pero extendidos a toda
la población (es decir, desaparecen los privilegios fiscales tradicionales del
clero y la nobleza).
En este periodo se crearon como instituciones u órganos de acción
económica el Código de Comercio (1829), la Bolsa de Valores de Madrid (1831) y
un sistema de Cajas de Ahorros (la de Madrid se creó en 1838; la de Barcelona
en 1844). En 1856 se crea el Banco de España, que estaría presidido por un
gobernador nombrado por la corona.
La infraestructura viaria. El viejo sistema de comunicaciones borbónico del XVIII resultaba
insuficiente a finales del siglo. Carreteras empedradas, ferrocarriles y
canales se hacen necesarios con la Revolución Industrial, porque ésta trae
consigo una economía de mercado en la que los transportes constituyen un elemento
clave.
La Ley General de Carreteras data de 1857. Con el ministro Bravo
Murillo se diseñaron las seis carreteras radiales que enlazan Madrid con la
periferia y el extranjero. Construidas por el estado, en 1867 se cifraba en
20.000 kilómetros la red viaria española, crecimiento que favoreció el comercio
interior. Otros elementos importantes en el capítulo de transportes y
comunicaciones fueron el dragado y ampliación de los puertos, la introducción
de la red telegráfica, la renovación de los servicios postales, la aplicación
del vapor a los barcos y la construcción de pantanos y canales de agua para el
abastecimiento de la población y para riego. Pero la novedad de mayor
trascendencia fue la llegada del ferrocarril. La primera solicitud de
concesión de una línea férrea es de 1829 (cuyo fin era la salida al mar de los
vinos de Jerez), pero el primer ferrocarril no funcionará hasta 1837 (en la isla de Cuba, que por
entonces seguía siendo española) y en 1848 (la primera línea en la península:
Barcelona-Mataró). A éstas les siguen las de Madrid-Aranjuez en 1851 y
Gijón-Sama de Langreo, algo más tarde. Dos graves errores se cometieron en el
trazado de las vías: el diseño radial de la red
(igual que las carreteras) y el ancho de vía mayor que el europeo (en concreto,
seis pies castellanos, equivalentes a 1,67 m.) lo que nos aísla del continente.
Hay una diferencia esencial entre la construcción de vías férreas y la de
carreteras: mientras que éstas las realiza el estado, la de las líneas de
ferrocarril se adjudicaban a compañías privadas, con frecuencia de capital
extranjero, mediante el sistema de subasta. En 1868 se disponía de 5.000
kilómetros de vía férrea. En la adjudicación de las subastas hubo muchos casos
de corrupción, con escándalos que llegaron a salpicar seriamente a la Corona.
La minería. A
partir del segundo tercio del siglo XIX España se convirtió en el mayor
exportador europeo de minerales. En concreto era el primer productor mundial de
plomo y mercurio, el segundo en cobre y uno de los primeros en hierro. Pero
esta riqueza, mal explotada, no se tradujo para nuestro país en una
industrialización sobre bases firmes. A ello se une también la escasez de
carbón de calidad, cuya falta fue decisiva teniendo en cuenta que el carbón era
la fuente de energía de las máquinas de vapor y el combustible empleado en los
altos hornos.
En 1849 y 1859 entraron en vigor nuevas leyes mineras que nacionalizaban
todas las explotaciones: “Todas las minas
pertenecen a la nación, ya las explote por sí, ya las ceda con ciertas
garantías a particulares”. Se producía así una auténtica desamortización
del subsuelo, de forma que las explotaciones fueron adjudicadas por el estado
al mejor postor, en régimen de concesión. De esta forma se pretendía afrontar
el eterno problema de la deuda pública. Dado que en España no había capital
suficiente ni compañías especializadas en las labores mineras, fueron empresas
extranjeras (inglesas, belgas, francesas) las que, atraídas por la baratura
tanto de la mano de obra como del precio de las subastas, se hicieron con
muchas de las principales “concesiones” (que en realidad se trataba más bien de
auténticas “propiedades”, puesto que la concesión del derecho de explotación se
hacía a perpetuidad). Fue a fines del siglo XIX y en las dos primeras décadas
del XX cuando nuestra minería alcanzó su etapa de esplendor. En 1900 un tercio
de nuestras exportaciones eran de minerales. Hay que destacar que algunas de
las minas más importantes se encontraban en el Sureste peninsular, en las
provincias de Murcia, Almería y Granada: las sierras de Cartagena, Almagrera,
Alquife, etc. Otras que también tuvieron gran importancia fueron las de
Riotinto (Huelva), Peñarroya y Bélmez (Córdoba), Almadén (Ciudad Real), Linares
y La Carolina (Jaén), Mieres y Langreo (Asturias), y Somorrostro (Vizcaya).
Para concluir podemos decir que el proceso de crecimiento económico
en España fue de una lenta expansión, aunque concluye con la consolidación del
sistema capitalista. Pese al indudable progreso que se produce a lo largo del
XIX, la industrialización fue tardía respecto a los principales países del
ámbito europeo, incompleta porque todos los sectores económicos no
experimentaron un desarrollo paralelo y, también, desequilibrada puesto que
sólo afectó a una pequeña parte del territorio español.
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