Para quienes me preguntan ¿para qué aprender?

"En la ignorancia del pueblo está el dominio de los príncipes; el estudio que los advierte, los amotina. Vasallos doctos, más conspiran que obedecen, más examinan al señor que le respetan; en entendiéndole, osan despreciarle; en sabiendo qué es libertad, la desean; saben juzgar si merece reinar el que reina: y aquí empiezan a reinar sobre su príncipe. [...] Pueblo idiota es la seguridad del tirano". F. Quevedo

viernes, 10 de octubre de 2025

Curso 2025/26.- Proyecto Historia novelada. Capítulo II: Al-Ándalus. Juego colaborativo: La puerta del sur.

  Curso 2025/26.- Proyecto Historia novelada. Capítulo II: Al-Ándalus. 

Juego colaborativo: La puerta del sur. 

¡Atención, buscadores de la Luz del Saber!  (Descargar juego aquí)



Algo ha ocurrido en la biblioteca del IES Miguel Espinosa...
Entre el polvo y los libros antiguos, ha aparecido un manuscrito andalusí cubierto de símbolos extraños.

Su título apenas se distingue: “La Puerta del Sur”.
Dicen que encierra el mayor secreto de Al-Ándalus,
y que solo los dignos —los que sepan pensar, cooperar y no rendirse ante los enigmas— podrán abrirla.

Cinco sellos a modo de llaves guardan su secreto. Lánzate a descubrirlo…

Curso 2025/26.- Proyecto Historia novelada. Capítulo II: Al-Ándalus.


 Curso 2025/26.- Proyecto Historia novelada. Capítulo II: Al-Ándalus. 

Hispania bajo la luz de la media luna y los cultivos del agua (de Guadalete a la capitulación de Granada)


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De Guadalete a la capitulación de Granada (de Tariq a Boabdil):

Hispania bajo la luz de la media luna y los cultivos del agua.

Tras el derrumbe visigodo, una nueva civilización ocupa la vieja Hispania y la riega con agua, ciencia y ciudades. Entre pactos y fronteras, florece Córdoba, primero emirato y luego capital de un califato que más tarde se descompone en reinos de taifas. En su ayuda llegan almorávides y almohades … de los que, finalmente, sólo Granada resiste hasta 1492. Su toma lleva a la conversión forzosa de musulmanes, que abre una herida: los moriscos; problema que marcará el devenir de los siglos siguientes.

ACTO I — La puerta del sur (711–756)

En este acto vamos a ver el desembarco, la batalla, los pactos y el nacimiento de una nueva fase de la historia de España en la que la vida cotidiana experimentará grandes cambios: se pasa del hierro al agua (acequias); de la fortaleza al zoco; y de las espadas al arco.

Capítulo 1. Prólogo: Guadalete (ya visto en la entrega anterior)

El verano traía un sol que rajaba la tierra cuando Honorio, de sienes plateadas, más por desvelo que por años, plegó su códice y lo apretó contra el pecho como quien salva un hijo. Había salido de Toledo con la prisa del que comprende que su mundo iba a terminar antes que el día. En las posadas escuchó versiones distintas de una misma noticia: el rey Rodrigo marchaba hacia el sur, perseguido por su propia sombra y por los rumores de traición. Nadie sabía con certeza dónde estaba el enemigo; solo que el peligro llegaba por el mar.

En la costa, el aire olía a sal y a algas. Honorio subió a una loma pedregosa desde la que oteaba el Estrecho. Las rocas parecían dientes y el agua, una boca de vidrio. Entonces escuchó un rumor profundo, como si el mar respirara. A lo lejos, las velas eran triángulos oscuros contra un cielo blanco. No vio la batalla, pero la presentía; no vio al rey, pero intuyó su derrota. Sintió, más que pensó, que el viejo equilibrio se quebraba por dentro. Y exclamó, “el tiempo del hierro y la espada está presto a finalizar… Va a empezar el tiempo del agua”.

La noche cayó lenta. En la playa, unos pescadores encendieron un fuego pequeño. Honorio se acercó. No preguntó quién mandaba ni quién obedecía. Se sentó a escuchar el rumor del Estrecho... y reflexionó, los hombres pasan, el agua permanece.

En los días siguientes las noticias le llegaban como migas: Guadalete[1] había sido un desastre, el nombre de Ṭāriq corría de boca en boca; decían que había cruzado el Estrecho con hombres ágiles, que en su avance el terreno era su aliado, que las ciudades, sorprendidas, preferían abrir sus puertas a ver arder sus graneros. Y así, Toledo cayó sin épica, muchas plazas se entregaban por pacto. Se hablaba de un tal Mūsā[2]; se hablaba de gobernadores que preferían firmar condiciones a levantar guarniciones.

De este modo, entre 711 y 720, como si un viento hubiera cambiado de dirección, las llaves de las ciudades pasaron de unas manos a otras, y los sellos de cera se imprimieron con nombres nuevos, escritos con letras diferentes. Honorio no quería huir; quería ver. Los buenos escribas no solo copian palabras: también saben cuándo el pergamino va a cambiar de dueño.

Capítulo 2.  Pactos y capitulaciones, retrocedamos un poco en nuestra historia.

En el 713, un par de años después de la batalla de Guadalete, el valle del Segura era un tablero de acuerdos más que un mapa de conquistas. En una alquería rodeada de cañaverales, un anciano hispanorromano —lo llamaban Teodomiro en latín y Tudmir[3] en las cartas musulmanas— aguardaba a un wali[4], enviado del nuevo poder. No eran enemigos: eran vecinos obligados a entenderse.

Bajo una higuera, el escriba del wali, desenrolló un pergamino. Su voz medía cada sílaba:

ü  Se os garantiza la vida, las propiedades y las iglesias. No se derribarán, ni se obligará a cambiar de fe. A cambio, pagaréis tributo cada año —grano, aceite, dinero— y no daréis cobijo a fugitivos. Vuestras ciudades —Orihuela, Mula, Lorca, Alicante, Elche y otras plazas del territorio— quedan bajo nuestra protección. Quien cumpla, vivirá en paz.

El anciano asintió despacio. Tenía la mirada de quien ha visto pasar demasiadas lunas como para creer en eternidades. Sabía que las condiciones nacen firmes y mueren con matices, pero también que el papel salva vidas. Alzó la vista: en la linde, mujeres y niños observaban en silencio, aferrados a cántaros; hombres de barba rizada —bereberes[5]— sujetaban sus caballos.

ü  Pagaremos —dijo—. Y trabajaremos la tierra. Siempre la hemos trabajado.

A partir de esa tarde de 713, las campanas no callaron, pero aprendieron a ser discretas; los cristianos que permanecieron bajo dominio musulmán empezaron a ser mozárabes. Los judíos miraron las cláusulas con atención: la protección del pacto valía más que cualquier discurso. Cambiaron las manos que cobraban el impuesto, no la sed de la tierra.

Honorio, testigo discreto, anotó los términos en su cuaderno. Recordó otra frase suya, la de Toledo: “Los reinos caen por dentro”. Y se permitió completar el pensamiento: “O se sostienen por acuerdos”.

Capítulo 3. De la fortaleza al regadío

La primera vez que Salma dibujó una acequia lo hizo con una rama de adelfa sobre arena húmeda. Tenía catorce años y los ojos de quien se sabe necesaria. Frente a ella, el azud[6] recién levantado desviaba el río como si peinara su corriente. Un viejo campesino la observaba con una sonrisa cansada; se llamaba Maese Ruy.

ü  La semilla fue el primer milagro —le dijo—. El agua es el segundo. Sin ella, no hay pan.

Salma trazó líneas que se abrían en otras líneas: acequia mayor, brazales, partidores, almenaras. Marcó con piedras los puntos donde habría norias. Su hermano traía maderas; los vecinos, cal; los niños, risas. Trabajaban todos, porque el agua no admite tiranos: exige acuerdos.

Al caer la tarde, soltaron compuertas. El agua avanzó primero con timidez y luego con brío. Entró por los surcos, besó raíces, rodeó moreras jóvenes y olivos viejos, alimentó cebadas y huertas de berenjenas, alcachofas y granados; y moreras que, con el tiempo, alimentarían gusanos de seda. Había un rumor nuevo en el valle: no era el del choque del hierro, sino el del alivio.

ü  Mira —dijo el viejo—. Donde antes teníamos miedo y campos secos, ahora tenemos esperanza y huerta.

A lo lejos, la antigua fortaleza se recortaba en la colina. Sus muros seguían en pie, pero su función cambiaba. Ya no era solo refugio ante un asalto, sino souk[7] de mercado y trueque, lugar de zoco los jueves, de artesanos que vendían lo suyo y compraban lo de otros. Salma, que hasta entonces había dibujado piedras y surcos, empezó a dibujar también arcos; le gustaban los de herradura, porque era como si abrazaran la luz.

Ese 722, mientras medían los riegos, llegó un monje caminante con una historia pequeña: en el norte, en una cueva, unos pocos astures habían rechazado a una guarnición y a la anécdota la escoltaban palabras grandes: “principio”, “reino”, “resistencia”[8]. Salma escuchó, sonrió, y volvió a sus acequias: el norte quedaba lejos, pero en los márgenes del río la vida era urgente.

Más tarde, un mercader trajo la noticia de que, en 732, muy lejos, Carlos había detenido a unas tropas en Poitiers[9]. Algunos dijeron que el mundo cambiaba; Salma pensó, sin decirlo, que el suyo cambiaba cada vez que abría una compuerta.

En los inviernos, junto al hogar, Maese Ruy contaba historias de cuando el fuego fue conquista y la semilla, revolución. A esas historias, Salma añadía la suya: el agua compartida como ley del valle. Con esa triada —piedra, semilla y agua— se acostaban, y con ella despertaban.

Capítulo 4.  Identidades en tránsito

En el taller del barrio extramuros, la arcilla olía a lluvia. Isaac, judío de manos delgadas, levantaba un cuenco sobre el torno. A su lado, Lucio, alfarero hispano de cejas espesas, cuidaba el horno; su abuelo había servido a un conde godo, y su nieto aprendería a escribir una lengua nueva sin dejar de rezar en la suya. En la esquina, Yūsuf, forjador bereber, templaba un hierro que luego abrazaría una puerta con forma de arco. Los tres trabajaban con la naturalidad de quienes saben que el trabajo es un idioma común.

ü  ¿Cómo dices “esmalte” en la lengua nueva? —preguntó Lucio.

ü  Zuyyaj —respondió Isaac, sonriendo—. Pero en el zoco te entenderán si dices “vidriado”. Las palabras también hacen pactos.

Abría la puerta la mujer del qāḍī con un ánfora rota, entraba un monje mozárabe a encargar candiles, salían unos niños con tablillas enceradas donde garabateaban letras latinas y árabes. La ciudad respiraba por muchas bocas, y cada una tenía su música. En los días de mercado, el muecín[10] llamaba a la oración desde un alminar sobrio; más allá, en una iglesia discreta, las campanas sonaban bajito. Isaac decía que era mejor así: el respeto se oye mejor cuando no grita.

ü  Dicen que estamos bajo el estatuto de protegidos, los dhimmíes[11] —comentó Lucio una tarde—. Protegidos, sí, pero con impuestos. A mí lo que me importa es que el horno no se apague.

ü  Y que no falte el agua —añadió Yūsuf—. En mis montes, antes de cruzar el mar, aprendimos que los hombres se pelean por el hierro, pero se reconcilian con el agua.

Honorio, ya anciano, que de tanto en tanto pasaba por el taller para encuadernar encargos, les llevó una noticia mala envuelta en otra peor. En 740, al otro lado del Estrecho, había estallado una sublevación bereber[12]. El eco llegaba a al-Ándalus como piedra en estanque: tensiones entre jefes árabes y tropas bereberes, guarniciones inquietas, caminos inseguros por semanas. Yūsuf afiló el gesto: tenía primos en las montañas del Rif.

ü  Las montañas guardan rencores —dijo—. Aquí mejor seguir enderezando hierro y horneando barro.

Los meses siguientes, algunos jóvenes desaparecieron hacia el sur, otros hacia el norte, buscando suerte en bandos que prometían justicia. En el taller, en cambio, siguieron mezclando engobes y martillando remaches. Isaac, que era de pocas palabras, repetía una como quien bendice: pacto. Lucio prefería otra: costumbre. Yūsuf, una tercera: agua.

Con el tiempo, los cuencos esmaltados de Isaac llevaron granadas azules, las puertas de Yūsuf lucieron arcos que parecían cejas sobre ojos de madera, y las ánforas de Lucio viajaron en burros por las veredas de la huerta. En el zoco, la fortaleza era ahora plaza, y la plaza, conversación. La piedra seguía en su sitio, pero había aprendido a curvarse. De la fortaleza había nacido el zoco; de la piedra, el arco; del hierro, el murmullo del agua.

Una tarde tibia, Honorio entró al taller con una sonrisa cansada y dejó sobre la mesa un cuaderno nuevo.

ü  He empezado a escribir de un tiempo nuevo —dijo—. Lo he titulado “Al-Ándalus”.

ü  ¿Y qué cuenta? —preguntó Isaac.

ü  Que un día dejamos de contar solo batallas y empezamos a contar acequias.

Fuera, el río seguía su curso. No sabía de fechas, pero las fabricaba. Entre 711 y 756, los hombres habían cambiado de soberano, de administrador, de lengua pública. No habían cambiado de necesidad: pan, agua, trabajo, tregua. La puerta del sur se había abierto, y por ella entraron no solo hombres, sino hábitos. A partir de entonces, la luz de Hispania tendría, por siglos, el tono de un patio con agua. Y la historia, la cadencia de una ciudad que aprende a respirar con muchas voces.

 

Capítulo II:  El esplendor y la fractura (756–1238)

En este capítulo, vamos a ver como Córdoba brillaba como un espejo de mármol y oro. Los arcos de la mezquita atrapaban la luz, los mercados murmuraban en lenguas lejanas, y la voz del muecín flotaba sobre tejados y jardines. Se decía que el saber de Grecia y Persia dormía entre aquellas paredes, y que cada calle escondía secretos de poder y ambición.

Pero la sombra crecía: rumores de traiciones, de emires que soñaban con su propia corona, y de ejércitos cristianos que avanzaban por el norte. Mientras el saber dormía entre palacios y bibliotecas, las taifas emergían, pequeñas gemas de poder y ambición, cada una buscando su reflejo en el sol. Desde el norte de África llegaban sombras de rigor: almorávides y almohades, con leyes estrictas y austeridad, imponiendo disciplina donde antes reinaba el esplendor. La tensión crecía, invisible pero palpable, como el viento que agita los jardines del califa. Y luego, como un presagio, la batalla de Las Navas de Tolosa abrió grietas profundas, anunciando un tiempo donde la belleza coexistiría con la incertidumbre y la fragmentación.

5) Un príncipe entre ruinas (756)

El día en que ʿAbd al-Ramān I cruzó el patio, la luz jugaba con el agua y con los brotes tiernos de unos cítricos recién plantados —promesa de sombra futura—. Córdoba respiraba todavía entre restos visigodos y ábsides romanos, pero aquel joven de mirada inquieta y siempre en alerta —huido de Oriente, último omeya— no venía a custodiar ruinas: venía a comenzar un período nuevo, el de una Córdoba independiente[13] . Ordenó trazar alineaciones, limpiar albercas, abrir patios que refrescaran el aire y el ánimo. El rumor del agua empezó a sonar como idioma de gobierno.

A las afueras, una familia campesina que se había trasladado a la capital—descendientes de Salma y de Maese Ruy— miraba la ciudad como quien mira el mar por primera vez. No sabían de genealogías omeyas; entendían de acequias. Vieron entrar al príncipe y escuchar a sus arquitectos; vieron salir escribas con tablillas y pergaminos; vieron cómo la ciudad dejaba de mirar hacia oriente —— para mirarse a sí misma y, sin dejar de mirar a Damasco, iniciar une época nueva.

ü  Si el poder tiene agua, habrá mercado —dijo la madre.

ü  Y si hay mercado, habrá pan —añadió el padre.

Al caer la tarde, el príncipe volvió a cruzar el patio. Saludó a los peones, tocó con la yema de los dedos la humedad de la fuente y ordenó levantar un oratorio mayor[14]. Nadie pronunció la palabra Emirato, pero todos sintieron que empezaba una estación distinta.

Lo que nació en aquel patio fue algo más que un oratorio: un Estado capaz de centralizar, recaudar y mandar, con corte, ejército y administración. El reto —ayer y hoy— es el mismo: equilibrar un poder fuerte con la diversidad de pueblos y credos que lo habitan; cuando ese equilibrio falla, el proyecto común se fragmenta.

De este modo, pasado un tiempo comenzaron las tensiones (796-818).  La ciudad crecía y, con ella, sus aristas. El yeso de los nuevos patios aún no había secado cuando empezaron a oírse crujidos. En Toledo, el emir al-akam I convocó a los notables a una reunión de concordia; la noche, sin embargo, estaba afilada. Fue la jornada del foso[15] (797): entrada solemne, palabras medidas… y luego el tajo de la trampa. Reunión, engaño y degüello. La noticia corrió río abajo como un cuchillo en el agua: aviso a navegantes de la Marca Media[16].

Apenas dos décadas (818) después, el descontento prendió. Las gentes del arrabal de Saqūnda[17], al otro lado del Guadalquivir, situado frente a la mezquita, la gente levantó su voz: telares y hornos callaron para que hablaran las calles. La represión fue de golpe y arrasó el barrio; miles tomaron el camino del exilio hacia Fez. En la orilla, la familia de Salma miró el humo cruzar el río y apretó los labios.

El agua sostiene —dijo el abuelo—, pero la rabia arde.

6) La ciudad-luz

El oratorio creció como crecen los árboles: por anillos. Columnas que habían sostenido otros templos aprendieron un arco de herradura nuevo; capiteles reutilizados cambiaron de oficio sin cambiar de piedra[18]. En el patio, un maestro clavó un gnomon[19] y llamó a un niño —nieto de Salma— para enseñarle a medir sombras.

—Mira —le dijo—, el sol escribe con tinta invisible. Nosotros leemos su inclinación y calculamos la hora.

—¿Y para qué sirve saber la hora? —preguntó el crío.

—Para rezar a tiempo, regar a tiempo y vivir a tiempo.

Entre tablillas de cera y hojas de papel traído de Oriente —que más tarde se fabricaría también en estas tierras, con fama en Xàtiva— los muchachos aprendieron a trazar círculos, a usar la alidada y a intuir, con los primeros astrolabios, que las estrellas obedecen leyes. En los talleres, los artesanos mezclaban resinas y zuyyaj[20]; en las madrasas[21], los lectores pasaban de una receta de Galeno a unos versos de Ibn Zaydūn[22]. La ciudad era una lámpara: de día encendida por el sol, de noche por el aceite.

Pronto el papel dejó de ser lujo exótico: cálculos y copias convirtieron a Córdoba en puerto de saberes. Allí se escribieron tratados y se copiaron libros que después nutrirían las traducciones latinas en otras ciudades —puentes discretos hacia el Renacimiento. La astronomía ordenaba la noche, la música medía el tiempo, y el zoco era su caja de resonancia.

En las huertas, regadíos, norias y rotaciones tejían una economía que unía el campo con el Mediterráneo: Sevilla y Almería bullían, los artesanos multiplicaban encargos, y los puertos hilaban comercio y diplomacia. Aquella técnica del agua dialoga hoy con nuestro presente seco: el ingenio medieval como pista para gestionar un recurso escaso.

En el zoco, los descendientes de Isaac, Lucio y Yūsuf trataban a voces bajas: seda por esparto, aceite por papel, candiles por libros. El muecín cantaba desde el alminar, y en una iglesia pequeña las campanas discretas daban la hora de nona. Bajo la sala hipóstila, la luz tamizada parecía querer leer los signos del mármol. Y el niño —nieto de Salma—, con el gnomon aún caliente entre los dedos, entendió por fin que aprender a medir la sombra era otra manera de guardar la luz.

7) Califato y edad dorada (929–976)

Con ʿAbd al-Ramān III, Córdoba se miró en espejos de diplomacia; con al-akam II, descubrió que una biblioteca podía ser una ciudad entera hecha de libros.[23] En un patio en sombra, Lubna —copista y matemática, mano firme y letra clara— corregía una cifra en el margen. Entró asdāy ibn Šaprūṭ con paso leve y dejó sobre la mesa una carta con sellos lejanos.

—Buenas noticias —sonrió—: aceptan a nuestro intérprete en la corte del norte. La palabra viaja más rápido que el acero.

—Y pesa más —dijo Lubna—, si se mide bien.

Hablaron de medicina y poesía: de cómo en Córdoba un médico —al-Zahrāwī/Abulcasis[24]— estaba ordenando su cirugía para que los cirujanos erraran menos; de cómo las traducciones devuelven a la luz a Aristóteles y a Galeno. Lubna alzó la vista, casi como un presagio:

ü  Si, quizás algún día un jurista-filósofo de Córdoba aclara a Aristóteles y los jueces pensarán mejor; y quizás algún sabio de al-Ándalus aunará razón y la fe, y leeremos con menos miedo[25].

Fuera, los copistas alineaban códices; dentro, un calígrafo enseñaba a un aprendiz a no apuñalar el pergamino con la pluma. En los porches, la huerta rezumaba vida: albacares con hortalizas, morales para gusanos, albercas en niveles. El niño del gnomon, ya mozo, medía caudales con una cuerda anudada. En el zoco, las mujeres tanteaban azafrán con dedos expertos y los carreteros juraban que el mejor aceite había aprendido latín antes que árabe. Al atardecer, la familia campesina subía a una loma y veía brillar, lejos, una ciudad nueva sobre colinas de cal: Madīnat al-Zahrā[26]. Parecía de mármol y sueño. “Los jardines también pueden ser una idea”, susurraba el abuelo.

Pero la grandeza también se mide por sus sombras lejanas. Al otro lado del mar, en Ifrīqiya, los fatimíes proclamaron su califato (909) y empujaron sus redes hacia el Magreb y al-Ándalus. En ese tablero, la decisión de ʿAbd al-Ramān III de proclamarse califa (929) fue un gesto de legitimidad y contrapeso frente a fatimíes y abbasíes: el título no era solo teológico; era política mediterránea.

En los patios, la gente veía prosperidad; en los despachos, el equilibrio siempre frágil entre poder y pluralidad. Lo andalusí enseñaba una lección que atraviesa siglos: cuando la diversidad se gobierna bien, multiplica la inteligencia de una sociedad; cuando se gobierna mal, la debilita.

8) Fitna[27]: cuando el mármol se agrieta (1009–1031)

Nadie oyó el primer crujido del mármol; fue leve como una astilla en la madera. Tras el reinado del Victorioso por Alá[28], llegaron los bandos, los disturbios, los saqueos. Un escriba —descendiente de Honorio— cerró el códice al oír los gritos: en el borde del pergamino, la ceniza dejó su huella como una firma involuntaria.

—¡A las armas! —tronó la calle.

—¡Esconded los libros! —contestó el patio.

Los corredores que habían escuchado poemas devolvieron ecos de miedo; donde el mármol había reflejado corte y ciencia, ahora relampagueaba el hierro. Las banderas cambiaban de manos con una rapidez que la tinta no alcanzaba a registrar. En Madīnat al-Zahrā, el jardín de yeso y cal ardió como si los versos se hubieran vuelto antorchas. El escriba afiló la pluma, buscó el margen más estrecho y dejó una sola línea, delgada como un diagnóstico: “Los reinos se rompen por dentro.”

Cuando la fitna se tragó el Califato, nacieron las taifas[29] como nacen los mosaicos: con teselas bellísimas que, sin embargo, ya no componían un dibujo común. La belleza encontró su precio en la defensa: parias hacia el norte —una paz alquilada y siempre breve—, embajadas que eran a la vez tratado y rescate. Y cuando el miedo arreció, se invocó la ortodoxia como si fuese muralla: por esa puerta entrarían primero los almorávides[30] (1086) y, después, los almohades[31] (1147), prometiendo orden allí donde la pluralidad había perdido su música.

El escriba guardó la pluma. En los estantes, los volúmenes respiraban como animales asustados. Afuera, el mármol seguía en pie, pero agrietado. Adentro, los libros sabían —con esa sabiduría de las cosas que duran— que toda luz puede sobrevivir a una noche lluviosa, si alguien la protege con el cuerpo.

9) Taifas: música, seda y miedo (s. XI)

Cuando el Califato se deshizo como yeso bajo la lluvia, la península no quedó muda ni en las sombras. En la oscura noche brillaron ciudades-estrella. Sevilla, Zaragoza, Badajoz, Valencia, Toledo, Granada… Cada una con su trono, rodeado de poetas, músicos y embajadores, sosteniendo su brillo a fuerza de monedas, pactos y espadas. La belleza fue programa de gobierno; la diplomacia, pan de cada día; la guerra, estación que volvía. Entre muwashshahas y parias, las taifas aprendieron a vivir con el corazón dividido: música y seda, miedo y pagos.

Muwashshaha[32] (con jarŷa):
En patio de cal y agua,
laúd que al aire se enreda;
mi rey compra paz con plata,
mi pluma la mide y queda.
¡Ay, luna de la frontera!
¿cuánto dura esta quimera?
Khar
ŷa: Amigo, ven, non tardes,
ke el alma se me va.

Fue el siglo XI un mosaico de cortes cultas y frágiles: se negociaba en salas de mármol y se velaba en adarves; se recitaban versos en el alcázar de Sevilla y se trazaban parias sobre mapas del Ebro. Por los muros corría, como un viento seco, el mismo rumor: “vienen del sur hombres de lana negra”. Y mientras el laúd afinaba la tarde, alguien ya anotaba en el margen de un fuero la fecha del próximo asedio.

En Sevilla, el alcázar respira canela y azahar. El poeta deja caer los versos como agua en alberca; la ʿūd bordonea; la seda cruje en mangas anchas. El rey de taifas ha convocado a músicos y letrados: se elogian jardines, se invocan metros persas, se compone una muwashshaa que mañana cantará el pueblo. A ratos, sin embargo, el silencio se posa como un pájaro en el dintel: todos saben que el oro que paga la fiesta también compra treguas al norteparias que compran tiempo y venden defensas.

En Zaragoza, en una sala fría, un visir y un delegado del vecino miden cada palabra. En el mapa, el Ebro serpentea; sobre la mesa, monedas y juramentos. El visir firma con mano firme, pero la mirada se le va a la muralla: “Si hoy compramos paz, que no sea a costa de mañana”, piensa. Fuera, el zoco funciona: alfareras con esmaltes de cobre, tejedores probando tintes, orfebres golpeando plata.

Entre un verso y un tratado fiscal, taifas y reinos cristianos trenzan guerras, alianzas y tributos; se combaten y se visitan, se asedian y comercian. La ciudad medieval ya es multicultural antes de que inventemos la palabra.

En el taller del barrio —los nietos de Isaac, de Lucio y de Yūsuf— el horno sigue encendido. Hornean, forjan, encuadernan. Saben que los poetas llenan alcázares, pero también que la política vacía graneros cuando cambia el viento.

No olvides el peso del pan —dice el padre al hijo— cuando admires el brillo de la seda.

Y en ese tejido, llegó el golpe: Toledo cayó en 1085 en manos de Alfonso VI. La antigua capital visigoda pactó capitulaciones que garantizaban vidas, propiedades y culto; la noticia cruzó el valle como un viento frío y, desde Sevilla, partió la llamada de auxilio. Yūsuf ibn Tašufīn y los almorávides cruzarían al año siguiente (1086), con disciplina de desierto y promesa de orden.

10) El yugo de la ortodoxia (1086–1147)

Cruzaron el Estrecho con paso severo en 1086: primero auxilio, luego norma. Los almorávides traían pocas palabras y el desierto en los ojos. El sermón se hizo más largo, el mercado más medido, la música más baja. No se apagó la vida: cambió de tono. El qāḍī[33] revisaba contratos con celo, el mutasib[34] anotaba lo que, a su juicio, se salía de “lo recto”. Algunas tabernas cerraron antes; otras aprendieron a disimular. Y, sin embargo, la huerta siguió obedeciendo a un calendario menos discutible que cualquier decreto: en los regadíos, en los telares, en los zocos, la vida buscó rendijas.

En el taller del barrio, los nietos de Isaac, Lucio y Yūsuf seguían trabajando y el horno continuó encendido, pero el canto bajó medio tono y los colores se hicieron más sobrios: menos filigrana, más resistencia en la junta y en la cerámica. Un mozárabe joven, aprendiz de encuadernador —mitad latín, mitad árabe, todo oficio— decidió subir al norte. “Dicen que Toledo vuelve a ser cruce de caminos”, escribió a su madre desde una venta fría. Allí oyó por primera vez la palabra mudéjar para nombrar a los musulmanes que permanecían bajo dominio cristiano. “El mundo —decía en sus cartas— gira sin moverse: cambian los jueces, no el peso del pan.”

Mientras tanto, en la Marca del Ebro, la frontera se reescribía con hierro y con pergamino: Zaragoza cayó ante Alfonso I el Batallador (1118), y tras ella Ejea, Tudela, Borja, Calatayud, Tarazona, Daroca…. Cada sello abría una puerta y cerraba otra; cada estandarte dejaba su sombra sobre el zoco. En casa, el niño que un día midió sombras con un gnomon aprendía ahora a medir tiempos: el de la poesía que alivia, el de la moneda que falta, el de las treguas que caducan. Comprendía, sin nombrarlo, que la seda y la música embellecen el mundo, pero que lo sostienen los papeles —pactos, fueros, capitulaciones—… hasta que cambian. Entonces vuelve a hablar el hierro.

Pasaron años. La ortodoxia cambió de nombre y se hizo más severa. En 1147 llegaron los almohades con trazo más recto: menos paciencia con el disenso, nuevas obras y un programa urbano que levantaría grandes mezquitas y torres[35] que parecerían hablarle al cielo. Hubo persecuciones y exilios; familias enteras hicieron fardos como quien salva un brazado de leña bajo la lluvia.

En Murcia y el “Rey Lobo” resistía ( c. 1147–1172) en el oriente andalusí, cuando el vendaval almohade quiso imponer una sola tinta, se alzó un señor que escribía con letra propia. Muammad ibn Mardanīš, al que en los reinos del norte llamaron el Rey Lobo, sostuvo Murcia y Valencia con una mezcla de fortalezas, moneda y tratados. Compró tiempo con oro y alianzas —pactos con Castilla y Aragón, tratos con Génova y Pisa—, y sembró la huerta de torres: Monteagudo vigilaba como lobo de piedra; el Castillejo era una orden de cal; en los valles del Segura y del Ricote, las acequias seguían respirando bajo la guardia de sus adalides del agua. En los zocos se decía que su corte olía a seda y a hierro, y que pagaba a ballesteros y ingenieros como quien paga la lluvia en años secos. Resistió cuanto pudo; cuando murió (1172), el oriente quedó más expuesto al empuje almohade. Pero su nombre siguió latiendo en la Huerta como un juramento: que el agua, si se cuida, también es muralla.

11) Un golpe de cielo abierto (1212)

Aquel verano el cielo pesaba. Un pastor en la sierra —más amigo de nubes que de banderas— vio pasar gentes con pendones y bestias cargadas. No sabía de alianzas ni de crónicas; sabía leer el viento y contar rebaños. La columna subía despacio, como si trepara por la espalda de la montaña. Los cascos dejaban un latido en la tierra que ni el tomillo podía disimular.

Desde el alto, el pastor vio el valle encogerse. Hubo un instante en que el ruido cesó, como si el mundo tomara aire. Luego llegó un estruendo que no era trueno, pero lo parecía: El rumor de la derrota almohade[36] corrió por barrancos y riberas como el agua tras la tormenta: primero un hilo, luego una cinta, por fin un río.

Días después, las sendas parecían más anchas; las plazas, más claras. “Se abre el valle del Guadalquivir”, dijeron los viejos mirando al sur como quien mira una llanura que por fin se deja sembrar. En los alcázares, los contadores hicieron números; en los talleres, los artesanos apretaron dientes y moldes: vendrían años de campaña, treguas de papel y fronteras que respiran.

Mientras tanto, como cada día, el pastor seguía en su majada, y cuando el sol se ponía, cansado, se sentaba en la peña. Mientras recogía a sus ovejas, pensaba que la historia quizá era eso: un golpe de cielo abierto que cambia de sitio las sombras. Y, sin embargo, abajo, junto al río, el agua sonaba igual que el día anterior, igual que siempre.

Acto III — El último jardín (1238–1492)

12) Nace Granada

Desde la Sabika, Muammad ibn Nar[37] miró la Vega y oyó al agua ensartar la colina como un hilo de cristal. Era temprano: el aire olía a tomillo y a alba, y, a lo lejos, la Sierra todavía guardaba nieve. Abajo, los ríos —Darro y Genil— bajaban como cintas de plata. Allí, entre huertas y álamos, decidió alzar su reino: no una ciudad de desfile, sino una fortaleza habitada.

A la sombra de un muro recién alzado, Aixa, tejedora de manos ágiles, hacía cantar el telar. Su madre decía que las ciudades se reconocen por sus ruidos: en Córdoba mandaba el zoco; en Granada, el agua. Y era cierto. Desde la Acequia Real[38] —el cauce que, domado, roba un latido al Darro— el rumor llegaba como un aliento continuo que lo conectaba todo: patios, albercas, fuentes, huertas. “Si el agua es común, el reino respira”, repetía el alguacil del agua cuando pasaba a vigilar la limpieza de los partidores.

En las laderas crecían murallas con torres cuadradas, adárves[39] estrechos, puertas en recodo para confundir al enemigo. Pero en el corazón de la colina se cuidaban patios: silentes, frescos, geométricos. Aixa aprendió pronto la política de la sombra: ese sol que se filtra por un arco y dibuja el tiempo sobre los azulejos; esa agua que, domesticada, suena como una música que no distrae, sino que ordena. Allí, la luz tenía ley y el calor, respuesta.

ü  He aquí mi reino —proclamó el sultán.

Y la gente, al pie de la Sabika[40], no respondió con vítores, sino con trabajo: albañiles alisando cal, leñadores acarreando vigas, alfareros cociendo ladrillos, hortelanos midiendo el día en compases de luz. Granada nacía así: piedra que guarda y agua que gobierna; patio que ordena el tiempo y muralla que lo gana.

13) Frontera: guerra, tregua, comercio

En la raia[41] de Jaén, un notario —descendiente de Honorio— dibujaba con la punta de la pluma la curva de una tregua. El pergamino olía a piel reciente; sobre la mesa, sal y seda remarcaban la ecuación de la frontera: guerra por la mañana, negocio por la tarde.

Un arriero del norte descargó sal y un resto de herrumbre en los sacos; un tratante granadino desplegó telas con granadas bordadas y taracea de maderas olorosas. Al pie de la torre albarrana, los guardas contaban tiempo, no hombres.

Hasta San Miguel, paz —dijo uno—; luego, ya veremos.

La frontera respiraba: inspiraba aceite y trigo; espiraba rescates y palabras. En la venta, al anochecer, un juglar afinó la voz y cantó noticias: hacía años que Córdoba y Sevilla[42] habían sido tomadas por reyes del norte, con campanas nuevas y pendones extraños. Aixa —la tejedora— calló y apretó la tela entre los dedos: no era un porvenir, era un recuerdo que pesaba.

El notario sopló la tinta. El trazo de la tregua quedó fijo como una costura sobre la piel del mapa. Al otro lado del muro, las mulas resoplaban; dentro, la pluma aún temblaba. Nadie lo dijo, pero todos lo sabían: en estos linderos el aire se firma y se rompe, y cada aliento lleva la cuenta de las campañas que vendrán.

14. Murcia: capitulación, rebeldía y conquista (1243–1266)

Desde la raia[43] de Jaén, donde el notario —descendiente de Honorio— aprendía a firmar el aire, llegó un recado de Levante. “Más al oriente —decían—, la frontera no se vence: se escribe”. Y allá fue la noticia, río abajo, hasta el Segura, donde las acequias cosen la huerta como si el agua supiera leer.

Murcia eligió el papel antes que el hierro[44]. En una sala fresca, el infante Alfonso —el que sería el Sabio— dictó la fórmula del pacto: vasallaje al rey castellano; guarniciones en las fortalezas; parte de los tributos para Castilla; garantía de culto y propiedades para los musulmanes; y los gobernadores locales —por ahora— en sus cargos. El notario sopló la tinta: había nacido un protectorado que respiraba como la huerta —con ritmo propio y vigilias discretas.

No todos aceptaron el compás. Lorca, Mula y Cartagena tensaron la cuerda y, entre 1244–1245, fueron sometidas una a una.

Pasaron dos décadas y el papel crujió. El reino renegó del pacto[45], los caminos se llenaron de bandos, y Aragón acudió en auxilio de Castilla. Entró Jaime I por el levante, y en 1266 tomó Murciaen nombre” de Alfonso X. Con esa firma sobre el hierro, el territorio perdió la semiautonomía y quedó integrado directamente en Castilla.

La geografía de la frontera cambió, y con ella la vida de miles: traslados de población, nuevos asentamientos cristianos, barrios mudéjares replegados tras de puertas discretas. En la huerta, las moreras siguieron alimentando a los gusanos; en los libros del notario, una nota quedó como moraleja de maestro: tras cada pacto, surgen tensiones que quiebran los acuerdos y todo acaba en conquista. Y de fondo, lo de siempre en esta tierra de agua y papel: coexistencia relativa, mestizaje cotidiano y gestión del agua como ley mayor de la historia.

15) La política de los patios

En la Alhambra, el patio enseñaba más que las salas: allí se susurraba mejor. Muley Hacén[46] clavaba la mirada en la piedra; Boabdil, impulsivo, la perdía en el agua; El Zagal[47], duro, la dejaba en los muros. Aixa bint Mubarak[48]la madre— conocía ese lenguaje: sabía que un silencio a tiempo podía salvar una ciudad… o perderla.

Una tarde llegó el pésame convertido en romance. Traía el ritmo de las herraduras y el temblor de los metales: “¡Ay de mi Alhama!”. La ciudad sintió en los versos el presagio de un desgarro. En los talleres del Albaicín, los martillos bajaron medio palmo; en la Vega, los hortelanos alzaron la cabeza y midieron los surcos como si fueran cuentas de un rosario.

Las facciones se miraban de reojo; los patios —con su agua, su geometría y su orden— intentaban corregir lo que la política torcía: alianzas frágiles, tributos que asfixiaban, promesas que llegaban tarde. En casa, el hijo preguntó:

ü  ¿Qué nos queda?

ü  El oficio —dijo el padre—. Y la memoria —añadió Aixa.

En Granada, el oficio encontró taller, y la memoria, patio. Allí, entre sombra y agua, aprendieron a vivir apretados y atentos, con la certeza de que a veces el muro protege, pero es el agua la que nos sostiene.

16) El asedio de los años (1482–1492)

Granada cayó. No fue un asedio: fueron muchos. Veranos de campaña, inviernos de penumbra; parlamentos en los puentes, treguas que eran respiraciones. En la Vega, el trigo obedecía como siempre, pero el horno humeaba menos. Aixa humedecía la seda con agua —y con lágrimas que no quería nombrar—; el notario rubricaba capitulaciones menores en aldeas cansadas que cambiaban de manos con el vaivén de la estación.

Una noche, el niño del taller —ojos de agua y sombra— preguntó:

ü  Padre, ¿por qué llaman a esto “guerra de Granada” si nosotros seguimos cosiendo y regando?

ü  Porque los mapas se hacen con tinta, hijo. Y los panes, con harina. Los mapas llevan prisa; la harina, paciencia.

En Santa Fe,[49] a un tiro de piedra del campamento real, se alzó una ciudad de madera como una declaración: el asedio se quedaba. Los batanes batían menos; los arrieros evitaban caminos; los romances corrían más rápido que las mulas. Las treguas se discutían como si fuesen jornadas de riego: hasta tal día, paz; después, ya veremos. Y al final, las torres parecieron más altas por el cansancio que por la piedra.

Cada tregua fue un debate sobre memoria e identidad: ¿podemos ser varios sin deshacernos? En la Vega, el agua respondía que ; en los palacios, la política dudaba.

Mientras tanto, la ciudad aprendía a respirar despacio, como si contara los minutos entre un tambor de guerra y el siguiente amanecer.

17) Y el 2 de enero de 1492, se entregaron las llaves

La mañana olía a nieve. En la plaza, una bandeja de plata recibió unas llaves que no eran de hierro, sino de siglos. No hubo gritos; hubo un suspiro. Boabdil se rindió, y Granada se entregó con él. Se leyeron las Capitulaciones en voz clara: templos, leyes, lengua, costumbres serían respetadas. El notario sostuvo la pluma con el pulso de quien sabe que las palabras son puentes. Aixa —la tejedora— apretó la mano de su hijo. En los patios, el agua no cambió de sonido; en las huertas, los surcos siguieron la misma dirección. La ciudad aprendió a respirar con un lenguaje nuevo y nudo en la garganta.

Más tarde, cuando la comitiva abandonó la vega, la nieve se quedó colgada de los picos y el camino se volvió cuesta. En el collado que hoy llaman del Suspiro del Moro, el rey volvió la cabeza: el palacio de agua se hacía pequeño entre los cipreses. Y entre ellos, según la tradición, se escuchó la vez de su madre, Aixa, que le dijo, como si cerrara una puerta de la historia con una frase:

ü  Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre.

El viento se llevó la sílaba final; la montaña no respondió. Abajo, Granada seguía sonando a agua.

1492 fue final militar y comienzo de un mosaico social impuesto, el de la uniformidad. El deseo de una sola fe alimentó expulsiones y silencios, y nos dejó una pregunta que aún nos acompaña: ¿cohesión y una identidad o fusión y multiculturalidad? El patrimonio —la Mezquita, la Alhambra… la huerta, las norias, las moreras y la seda… — nos recuerdan cada día, que el pasado y su patrimonio son muestra de lo que somos.

EPÍLOGO — Del pacto roto al problema morisco (1492–1502)

Leídas las Capitulaciones, la ciudad respiró. En la aljama, el alfaquí repitió sus cláusulas; en el libro del notario quedó escrito: “Paz con condiciones.” La vieja tejedora sonrió por primera vez en meses: “Si cumplen, viviremos”, dijo.

Pero el papel —como el yeso— se erosiona si no se cuida.

Primero fueron rumores: que en tal barrio querían cambiar nombres, que en tal aldea insistían en baños y abluciones, que un predicador hablaba de una unidad más fuerte que los papeles. Luego llegaron los visitadores y contaron bautismos de prisa; confesores midieron palabras; alguaciles censaron trajes. Hubo tumultos y miedos. Algunos cruzaron a la otra orilla; otros se quedaron, aferrados a la huerta y a la tumba de sus padres.

El invierno trajo la orden como cae la nieve: silenciosa y definitiva. Era 1502. En la iglesia del barrio, una anciana recibió agua en la frente: no cambió su memoria, pero cambió su nombre. Su nieta —hija de Aixa— apretó los puños. Nacía una palabra nueva para definir a un nuevo grupo de población: morisco[50]. Los patios siguieron con su agua, pero se susurraba más. El taller continuó fabricando puertas y candiles: puertas para pasar, candiles para ver.

El notario cerró su libro y, como su ancestro en otra crisis, dejó una línea en el margen, delgada como una herida: “Cuando los reinos no saben cumplir sus palabras, las personas aprenden a callar las suyas.”

El jardín no se apagó: cambió de nombre y aprendió a florecer en silencio. Y ahí está la lección que debemos traer al presente: que el papel no sea máscara, sino compromiso; que la palabra dada se cumpla, porque promesas rotas rompen vidas; que la diversidad bien gobernada multiplica la inteligencia de una sociedad; que el agua compartida, la ley justa y la memoria nos hacen mejores. Del pasado no se hereda un museo: se hereda un deber.

Romance de memoria y palabra

No rompáis palabra dada,
que se hiela la mañana;
del papel sin cumplimiento
nace sombra en la plaza.
Agua común, ley guardada,
dan cosecha a la huerta clara;
promesa rota, camino
de exilio y puerta cerrada.
Aprended de la corriente,
que a todos nos da su cama:
quien cumple, riega futuro;
quien miente, deja la nada.

 

Recordatorio didáctico de hitos en el relato (para los alumnos)

·     711: Guadalete y colapso visigodo 711–720: rápida ocupación de al-Ándalus.

·     713: Pacto de Tudmir (Tucmir/Murcia): capitulaciones locales que garantizan culto y propiedades a cambio de tributo.

·     722: Covadonga (inicio simbólico de la resistencia cristiana).

·     732: Poitiers (freno del avance islámico al norte de los Pirineos).

·     740: Sublevación bereber (impacto en el equilibrio interno de al-Ándalus).

·     756: Emirato independiente de Córdoba (ʿAbd al-Ramān I).

·     785/786: Inicio de la Mezquita aljama de Córdoba (primer oratorio; ampliaciones hasta fines del s. X).

·     796–822: Gobierno de al-akam I Jornada del Foso (Toledo, 797) y revuelta del arrabal de Saqūnda (Córdoba, 818).

·     909: Proclamación del califato fatimí en Ifrīqiya (presión ideológica y geopolítica).

·     929: ʿAbd al-Ramān III se proclama califa en Córdoba (respuesta política mediterránea).

·     936: Fundación de Madīnat al-Zahrā (ciudad palatina).

·     961–976: Reinado de al-akam II (auge cultural, bibliotecas, ciencia).

·     1009–1031: Fitna (guerra civil), fin del califato Taifas; 1010–1013: saqueo y ruina de Madīnat al-Zahrā.

·     1085: Toma de Toledo (Alfonso VI) 1086: llegada de los almorávides (batalla de Zallaqa/Sagrajas).

·     1118: Conquista de Zaragoza (Alfonso I el Batallador).

·     1147: Entrada de los almohades en al-Ándalus.

·     c. 1147–1172: Ibn Mardanīš, el “Rey Lobo” de Murcia y Valencia: alianzas con reinos cristianos y repúblicas italianas; fortificaciones (Monteagudo, Castillejo); defensa del oriente andalusí.

·     1212: Navas de Tolosa (derrota almohade; se abre el valle del Guadalquivir).

·     1236: Córdoba pasa a Castilla.

·     1238: Nacimiento del reino nazarí de Granada (Muammad I).

·     1243: Tratado de Alcaraz (Murcia vasallaje a Castilla; guarniciones; respeto de culto y propiedades).

·     1244–1245: Sometimiento de Lorca y Cartagena.

·     1248: Sevilla pasa a Castilla.

·     1264–1266: Revuelta mudéjar; Jaime I toma Murcia (1266) “en nombre” de Alfonso X integración directa en la Corona.

·     1482–1492: Campañas de Granada; 1491: Capitulaciones de Granada (tratado); 2 de enero de 1492: llaves de Granada.

·     1502: Conversión obligatoria en Castilla nacimiento de la identidad morisca (inicio del “problema morisco”).

 

Claves conceptuales (implícitas en la narración) que deben captar

·       Convivencia “relativa”: dhimma = protección jurídica con jerarquías reales. La pluralidad produce cultura, pero no borra desigualdades.

·       Economía del agua: regadíos, acequias, norias, paisaje de huerta (al-Ándalus como escuela de gestión sostenible del recurso).

·       Puente de saberes: papel, traducciones, astronomía, medicina y filosofía (Averroes, Abulcasis, Maimónides) que conectan el mundo clásico con Europa latina.

·       Taifas: belleza vulnerable: esplendor cortesano y fiscal (parias), diplomacia y cultura… pero fragilidad militar.

·       Ortodoxia y poder: respuestas almorávide y almohade (orden y uniformidad) frente a pluralidad creativa urbana.

·       Política del “papel vs. hierro”: capitulaciones, pactos y fueros sostienen la convivencia… hasta que se rompen y vuelve a hablar el hierro.

·       Frontera que “respira”: guerra por la mañana, tregua por la tarde, comercio siempre; la raia como intercambio material y cultural.

·       Ciudad-luz y “Estado del agua”: la madīna (zoco, oficios, patios) y la administración hidráulica (alguaciles del agua, partidores) como columna vertebral de la vida cotidiana.

·       Memoria y patrimonio: Mezquita y Alhambra como lección cívica: del pasado no heredamos un museo, sino deberes (cumplir la palabra dada, gobernar la diversidad, cuidar el agua).

·       Lección para hoy: gobernar la pluralidad con reglas justas, invertir en conocimiento y agua compartida, y cuidar que el papel (la ley) no sea máscara, sino compromiso real.

 



[1] La batalla de Guadalete (711) enfrentó al ejército visigodo del rey Rodrigo con las tropas musulmanas de Tariq ibn Ziyad. La derrota visigoda permitió la conquista musulmana , marcando el inicio de Al-Ándalus y el fin del reino visigodo de Toledo.

[2] Musa ibn Nusair fue el gobernador musulmán del norte de África que organizó la conquista de la península ibérica en 711. Envió a su general Tariq ibn Ziyad, y después cruzó él mismo con refuerzos. Consolidó el dominio omeya en Hispania y extendió las fronteras de Al-Ándalus en nombre del califato de Damasco.

[3] Tudmir (Teodomiro) fue un noble visigodo que, tras la conquista musulmana (713), firmó un pacto con Abd al-Aziz ibn Musa. Este acuerdo le permitió conservar sus tierras y autoridad local en el sureste peninsular —la cora de Tudmir (Murcia, Orihuela, Lorca…)— a cambio de tributos y lealtad a los musulmanes.

[4] Un walí era un gobernador provincial en el mundo islámico, nombrado por el emir o califa. En Al-Ándalus, los walíes administraban las distintas coras (provincias), mantenían el orden, recaudaban impuestos y dirigían la defensa, actuando como representantes del poder central en cada territorio.

[5] Los bereberes eran pueblos nativos del norte de África que participaron en la conquista de la península ibérica en 711 junto a los árabes. Poblaron zonas rurales y fronterizas de Al-Ándalus, a menudo resentidos por su trato desigual respecto a los árabes, lo que provocó frecuentes revueltas y tensiones internas

[6] Un azud es una pequeña presa o muro transversal construida en un río o acequia para elevar y desviar el agua hacia canales de riego. Fue muy utilizada en Al-Ándalus para distribuir el agua de forma eficiente en la agricultura de regadío. El azud más típico de Murcia es el Azud de la Contraparada, situado en el río Segura. Construido en época andalusí, desviaba el agua hacia las acequias mayores Aljufía y Alquibla, que riegan la Huerta de Murcia. Es un símbolo histórico del sistema hidráulico andalusí y de la gestión tradicional del agua

[7] Un souk (o zoco) era el mercado tradicional de las ciudades islámicas, como las de Al-Ándalus. Se organizaba por calles o zonas según oficios (artesanos, orfebres, curtidores…) y era un centro esencial de intercambio económico, social y cultural, vigilado por el mutasib para asegurar el orden y la justicia comercial.

[8] Hace referencia a la batalla de Covadonga (hacia 722) fue un enfrentamiento en las montañas asturianas donde Pelayo derrotó a una expedición musulmana. Aunque de alcance limitado, tuvo gran valor simbólico, al considerarse el inicio de la Reconquista y del reino cristiano de Asturias, resistencia al dominio musulmán en la península.

[9] La derrota en la batalla de Poitiers (732) contra los francos de Carlos Martel detuvo su y debilitó el prestigio árabe, cerró la posibilidad de nuevos asentamientos e intensificó el resentimiento de bereberes y sirios, y fomentó tensiones internas y rebeliones, marcando el inicio de conflictos sociales y políticos en el emirato andalusí.

[10] El muecín es el encargado de llamar a la oración desde el minarete de la mezquita, anunciando los cinco rezos diarios

[11] Los dhimmíes eran judíos y cristianos protegidos bajo dominio musulmán, obligados a pagar impuestos especiales, con derechos limitados pero garantizando seguridad y libertad religiosa.

[12] La sublevación bereber de 740 fue una rebelión masiva de tropas bereberes en Al-Ándalus y el norte de África contra la autoridad árabe omeya, motivada por abuso, discriminación y desigualdad social (recibían menos privilegios, peores salarios y cargas más duras). Provocó asesinatos de líderes árabes, reconfiguración del poder y consolidó la presencia bereber en la península ibérica.

[13] Abd-el-Rhamán I es el fundado del emirato independiente e impulsor de la construcción de la actual mezquita.

[14] Recordad que una mezquita es un lugar de oración.

[15] La Jornada del Foso (797) respondió al descontento en Toledo por altos impuestos, abusos fiscales y desigualdad social, que alimentaban rebeliones de élites locales, tanto musulmanas (muladíes)  como cristianas (mozárabes). Al-Hakam I citó a los notables para pactar, pero los ejecutó en masa, buscando intimidar a la ciudad y afirmar la autoridad cordobesa.

[16] Las Marcas eran fronteras militares del Emirato Independiente para contener a los reinos cristianos. Se dividían en Marca Superior (Zaragoza), Marca Media (Toledo) y Marca Inferior (Mérida/Badajoz-Sevilla).

[17] La revuelta del Arrabal de la Secunda (818, Córdoba) estalló por el malestar popular ante impuestos, abusos fiscales y desigualdades bajo Al-Hakam I. Los rebeldes, mayoritariamente artesanos y marginados, fueron brutalmente reprimidos; el arrabal destruido y sus habitantes ejecutados o exiliados. Muchos emigraron a Fez y al norte de África, contribuyendo a la difusión cultural y comercial andalusí.

[18] Nota: las ampliaciones de la Gran Mezquita se sucedieron desde fines del s. VIII hasta finales del s. X).

[19] Un gnomon es la pieza de un reloj solar que proyecta sombra, permitiendo medir la hora y fenómenos astronómicos

[20] Objeto artesanal decorativo, normalmente una lámpara o vidrieras para mezquitas y palacios.

[21] Una madrasa era escuela islámica de enseñanza superior, centrada en estudios religiosos, derecho y ciencias, donde se formaban ulemas e intelectuales de prestigio.

[22] Galeno (129-201 d. C.) fue un médico griego del Imperio romano, que influyó durante siglos en la medicina europea e islámica con sus teorías sobre anatomía, fisiología y humores. Por su parte,  Ibn Zaydūn (1003-1071) fue un poeta cordobés andalusí, célebre por su poesía amorosa dedicada y por exaltar la cultura de Al-Ándalus. Ambos son muestra de que la Córdoba omeya y califal fue un gran centro del saber en los ss. IX–X.

[23] Nota: proclamación del Califato en 929; Madīnat al-Zahrā se inicia c. 936.

[24] Al-Zahrāwī (Abulcasis, 936-1013) fue un médico y cirujano andalusí, considerado el “padre de la cirugía moderna”. Escribió el Kitāb al-Tasrīf, obra de referencia en medicina y cirugía durante siglos, incluyendo técnicas quirúrgicas, instrumental y tratamientos, difundida posteriormente en Europa a través de traducciones al latín.

[25] Está anticipando las figuras del “jurista-filósofo” Averroes, y del “sabio” Maimónides: ambos del siglo XII, posteriores a esta escena, por los que anticipa sus descubrimientos y obras.

[26] Madīnat al-Zahrā fue una ciudad-palacio construida por Abd al-Rahmán III cerca de Córdoba en el siglo X, como sede administrativa y símbolo del Califato de Córdoba. Destacaba por su lujo, jardines, palacios, mezquitas y murallas. Representaba el poder califal y fue centro político, cultural y administrativo hasta su destrucción tras la caída del Califato

[27] La Fitna fue la guerra civil que fragmentó el Califato de Córdoba, provocando el surgimiento de taifas

[28] Almanzor (c. 938-1002), llamado “el Victorioso” por sus éxitos militares contra reinos cristianos, fue hájib y líder efectivo de Al-Ándalus entre 978-1002.

[29] Los reinos de taifas surgieron tras la fragmentación del Califato de Córdoba (1031). Eran pequeños reinos independientes, gobernados por emires locales, que competían entre sí política, militar y culturalmente, y a menudo pagaban parias a los reinos cristianos para evitar ataques. Destacaron por su riqueza, mecenazgo artístico y florecimiento cultural.

[30] Los almorávides fueron una dinastía bereber del norte de África que intervino en Al-Ándalus en el siglo XI para reunir a los reinos de taifas, imponiendo un islam más riguroso y militarizado. Frenaron el avance cristiano, centralizaron el poder y revitalizaron la defensa, aunque limitaron temporalmente el esplendor cultural andalusí.

[31] Los almohades fueron una dinastía bereber del siglo XII, caracterizada por su rigor religioso y austeridad, que impuso fuerte intolerancia hacia judíos y cristianos. Pese a ello, promovieron arquitectura monumental y acogieron a pensadores como Averroes o Maimónides —aunque este último tuvo que exiliarse por la intolerancia-., antes de decaer tras Las Navas de Tolosa (1212).

[32] La muwashshaha fue una composición poética culta de origen andalusí (siglos IX-X), escrita en árabe clásico o hebreo. Destacaba por su estructura estrófica, uso musical y cierre con una jarcha en árabe vulgar o romance, lo que refleja el mestizaje cultural de Al-Ándalus.

[33] Un qāḍī era un juez islámico encargado de aplicar la sharía (ley islámica) en cuestiones religiosas, civiles y familiares. En Al-Ándalus administraba justicia en ciudades y resolvía conflictos, siendo una figura clave de autoridad moral y jurídica.

[34] El mutasib era un funcionario encargado de vigilar el mercado y la vida pública en el mundo islámico. Controlaba pesos y medidas, precios, higiene, moral y orden urbano, garantizando que las transacciones fueran justas y que se cumplieran las normas religiosas y sociales.

[35] La Giralda y la Torre del Oro de Sevilla.

[36] Las Navas de Tolosa (1212). En la llanura, una coalición de Castilla, Aragón y Navarra había roto el cerco del califa; el frente del sur ya no sería el mismo.

[37] Nota: en 1238, Muammad I Ibn al-Amar funda el reino nazarí y fija su corte en la colina de la Sabika.

[38] Nota: la Acequia Real de la Alhambra deriva del Darro y abastece los recintos palatinos y sus huertas.

[39] Los adárves eran calles sin salida en las ciudades andalusíes, típicas de la Granada nazarí. Solían cerrarse con una puerta o muro, dando acceso a un reducido conjunto de viviendas. Favorecían la intimidad, seguridad y vecindad en la trama urbana islámica.

[40] La Sabika es la colina situada al oeste de la ciudad de Granada sobre la que se alza la Alhambra. Por su posición estratégica dominaba la vega y la ciudad. En época nazarí fue centro político y militar, símbolo del poder de la dinastía.

[41] En la Edad Media peninsular, la Raia (o Raya) era el territorio fronterizo entre reinos cristianos e islámicos —y más tarde entre Castilla y Portugal—. Era una zona inestable, con conflictos, intercambios, contrabando y mestizajes culturales, donde la vida estaba marcada por la frontera.

[42] Córdoba (1236) y Sevilla (1248)

[43] En la Edad Media peninsular, la Raia (o Raya) era el territorio fronterizo entre reinos cristianos e islámicos —y más tarde entre Castilla y Portugal—. Era una zona inestable, con conflictos, intercambios, contrabando y mestizajes culturales, donde la vida estaba marcada por la frontera.

[44] Tratado de Alcaraz (1243).

[45] Revuelta mudéjar (1264–1266):

[46] Sultán nazarí de Granada y padre de Boabdil. Gobernó durante las últimas décadas del reino nazarí, conocido por su carácter autoritario y por las disputas familiares que debilitaron la resistencia frente a los Reyes Católicos.

[47] El Zagal era tío de Boabdil. Durante las disputas sucesorias nazaríes, gobernó la parte occidental de Granada mientras Boabdil controlaba la oriental. Enfrentados inicialmente, llegaron a acuerdos temporales; finalmente, tras la caída de Granada en 1492, ambos terminaron en el exilio.

[48] Madre de Boabdil. Fue una figura influyente en la corte nazarí, participando en la política y, según algunas crónicas, en las intrigas que marcaron los últimos años del reino. 

[49] Localidad junto a Granada, fundada en 1491 por los Reyes Católicos durante el sitio final de la ciudad. Sirvió como campamento militar y base logística, desde donde se coordinó la rendición del reino nazarí y se firmó la Capitulación de Granada en 1492.

[50] Un morisco era un musulmán que permaneció en territorio cristiano tras la Reconquista, obligado a convertirse al cristianismo. Muchos conservaron en secreto sus costumbres, lengua y religión islámica. Fueron perseguidos por la Inquisición y finalmente expulsados de España en 1609-1614