Curso 2025/26.- Proyecto Historia
novelada. Capítulo II: Al-Ándalus.
Hispania bajo la luz de la media luna y
los cultivos del agua (de Guadalete a la capitulación de Granada)
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De Guadalete a la capitulación de Granada (de Tariq a Boabdil):
Hispania bajo la luz de la media luna y
los cultivos del agua.
Tras
el derrumbe visigodo, una nueva civilización ocupa la vieja Hispania y la riega
con agua, ciencia y ciudades. Entre pactos y fronteras, florece Córdoba,
primero emirato y luego capital de un califato que más tarde se descompone en
reinos de taifas. En su ayuda llegan almorávides y almohades … de los que,
finalmente, sólo Granada resiste hasta 1492. Su toma lleva a la conversión
forzosa de musulmanes, que abre una herida: los moriscos; problema que marcará
el devenir de los siglos siguientes.
ACTO I — La puerta del sur (711–756)
En
este acto vamos a ver el desembarco, la batalla, los pactos y el nacimiento de una nueva fase de la
historia de España en la que la vida cotidiana experimentará grandes cambios:
se pasa del hierro al agua (acequias); de la fortaleza al zoco;
y de las espadas al arco.
Capítulo 1.
Prólogo: Guadalete (ya visto en la entrega anterior)
El verano
traía un sol que rajaba la tierra cuando Honorio, de sienes
plateadas, más por desvelo que por años, plegó su códice y lo apretó contra
el pecho como quien salva un hijo. Había salido de Toledo con la prisa del que
comprende que su mundo iba a terminar antes que el día. En las posadas escuchó
versiones distintas de una misma noticia: el rey Rodrigo marchaba hacia el sur,
perseguido por su propia sombra y por los rumores de traición. Nadie sabía con
certeza dónde estaba el enemigo; solo que el peligro llegaba por el mar.
En la costa, el aire olía a sal y a algas. Honorio subió a una
loma pedregosa desde la que oteaba el Estrecho. Las rocas parecían dientes y el
agua, una boca de vidrio. Entonces escuchó un rumor profundo, como si el mar
respirara. A lo lejos, las velas eran triángulos oscuros contra un cielo
blanco. No vio la batalla, pero la presentía; no vio al rey, pero intuyó su
derrota. Sintió, más que pensó, que el viejo equilibrio se quebraba por dentro.
Y exclamó, “el tiempo del hierro y la espada está presto a finalizar… Va a
empezar el tiempo del agua”.
La noche cayó lenta. En la playa, unos pescadores encendieron un
fuego pequeño. Honorio se acercó. No preguntó quién mandaba ni quién obedecía.
Se sentó a escuchar el rumor del Estrecho... y reflexionó, los hombres pasan,
el agua permanece.
En los días siguientes las noticias le llegaban como migas: Guadalete
había sido un desastre, el nombre de Ṭāriq corría de boca en boca;
decían que había cruzado el Estrecho con hombres ágiles, que en su avance el
terreno era su aliado, que las ciudades, sorprendidas, preferían abrir sus
puertas a ver arder sus graneros. Y así, Toledo cayó sin épica, muchas
plazas se entregaban por pacto. Se hablaba de un tal Mūsā;
se hablaba de gobernadores que preferían firmar condiciones a levantar
guarniciones.
De este modo, entre 711 y 720, como si un viento hubiera
cambiado de dirección, las llaves de las ciudades pasaron de unas manos a
otras, y los sellos de cera se imprimieron con nombres nuevos, escritos con
letras diferentes. Honorio no quería huir; quería ver. Los buenos escribas no
solo copian palabras: también saben cuándo el pergamino va a cambiar de dueño.
Capítulo 2. Pactos y
capitulaciones, retrocedamos un poco en nuestra historia.
En el 713, un par de años después de la batalla de Guadalete, el
valle del Segura era un tablero de acuerdos más que un mapa de conquistas.
En una alquería rodeada de cañaverales, un anciano hispanorromano —lo
llamaban Teodomiro en latín y Tudmir
en las cartas musulmanas— aguardaba a un wali, enviado
del nuevo poder. No eran enemigos: eran vecinos obligados a entenderse.
Bajo una higuera, el escriba del wali, desenrolló un
pergamino. Su voz medía cada sílaba:
ü Se os
garantiza la vida, las propiedades y las iglesias. No se derribarán, ni se
obligará a cambiar de fe. A cambio, pagaréis tributo cada año —grano,
aceite, dinero— y no daréis cobijo a fugitivos. Vuestras ciudades —Orihuela,
Mula, Lorca, Alicante, Elche y otras plazas del territorio— quedan bajo
nuestra protección. Quien cumpla, vivirá en paz.
El anciano asintió despacio. Tenía la mirada de quien ha visto
pasar demasiadas lunas como para creer en eternidades. Sabía que las
condiciones nacen firmes y mueren con matices, pero también que el papel salva
vidas. Alzó la vista: en la linde, mujeres y niños observaban en silencio,
aferrados a cántaros; hombres de barba rizada —bereberes—
sujetaban sus caballos.
ü Pagaremos
—dijo—. Y trabajaremos la tierra. Siempre la hemos trabajado.
A partir de esa tarde de 713, las campanas no callaron,
pero aprendieron a ser discretas; los cristianos que permanecieron bajo
dominio musulmán empezaron a ser mozárabes. Los judíos miraron
las cláusulas con atención: la protección del pacto valía más que
cualquier discurso. Cambiaron las manos que cobraban el impuesto, no la sed de
la tierra.
Honorio, testigo discreto, anotó los términos en su cuaderno.
Recordó otra frase suya, la de Toledo: “Los reinos caen por dentro”. Y se
permitió completar el pensamiento: “O se sostienen por acuerdos”.
Capítulo 3. De la fortaleza al regadío
La primera vez que Salma dibujó una acequia lo hizo con una
rama de adelfa sobre arena húmeda. Tenía catorce años y los ojos de quien se
sabe necesaria. Frente a ella, el azud
recién levantado desviaba el río como si peinara su corriente. Un viejo
campesino la observaba con una sonrisa cansada; se llamaba Maese Ruy.
ü La semilla fue
el primer milagro —le dijo—. El agua es el segundo. Sin ella, no hay
pan.
Salma trazó líneas que se abrían en otras líneas: acequia mayor,
brazales, partidores, almenaras. Marcó con piedras los puntos
donde habría norias. Su hermano traía maderas; los vecinos, cal; los
niños, risas. Trabajaban todos, porque el agua no admite tiranos: exige
acuerdos.
Al caer la tarde, soltaron compuertas. El agua avanzó primero con
timidez y luego con brío. Entró por los surcos, besó raíces, rodeó moreras
jóvenes y olivos viejos, alimentó cebadas y huertas de berenjenas, alcachofas
y granados; y moreras que, con el tiempo, alimentarían gusanos de
seda. Había un rumor nuevo en el valle: no era el del choque del hierro,
sino el del alivio.
ü Mira —dijo el
viejo—. Donde antes teníamos miedo y campos secos, ahora tenemos esperanza y huerta.
A lo lejos, la antigua fortaleza se recortaba en la colina.
Sus muros seguían en pie, pero su función cambiaba. Ya no era solo refugio ante
un asalto, sino souk
de mercado y trueque, lugar de zoco los jueves, de artesanos que vendían
lo suyo y compraban lo de otros. Salma, que hasta entonces había dibujado
piedras y surcos, empezó a dibujar también arcos; le gustaban los de
herradura, porque era como si abrazaran la luz.
Ese 722, mientras medían los riegos, llegó un monje
caminante con una historia pequeña: en el norte, en una cueva, unos pocos astures
habían rechazado a una guarnición y a la anécdota la escoltaban palabras
grandes: “principio”, “reino”, “resistencia”.
Salma escuchó, sonrió, y volvió a sus acequias: el norte quedaba lejos, pero en
los márgenes del río la vida era urgente.
Más tarde, un mercader trajo la noticia de que, en 732, muy
lejos, Carlos había detenido a unas tropas en Poitiers.
Algunos dijeron que el mundo cambiaba; Salma pensó, sin decirlo, que el suyo
cambiaba cada vez que abría una compuerta.
En los inviernos, junto al hogar, Maese Ruy contaba historias de
cuando el fuego fue conquista y la semilla, revolución. A esas historias, Salma
añadía la suya: el agua compartida como ley del valle. Con esa triada —piedra,
semilla y agua— se acostaban, y con ella despertaban.
Capítulo 4. Identidades en
tránsito
En el taller del barrio extramuros, la arcilla olía a
lluvia. Isaac, judío de manos delgadas, levantaba un cuenco sobre el
torno. A su lado, Lucio, alfarero hispano de cejas espesas, cuidaba el
horno; su abuelo había servido a un conde godo, y su nieto aprendería a
escribir una lengua nueva sin dejar de rezar en la suya. En la esquina, Yūsuf,
forjador bereber, templaba un hierro que luego abrazaría una puerta
con forma de arco. Los tres trabajaban con la naturalidad de quienes saben que
el trabajo es un idioma común.
ü ¿Cómo dices
“esmalte” en la lengua nueva? —preguntó Lucio.
ü Zuyyaj —respondió
Isaac, sonriendo—. Pero en el zoco te entenderán si dices “vidriado”. Las
palabras también hacen pactos.
Abría la puerta la mujer del qāḍī con un ánfora rota,
entraba un monje mozárabe a encargar candiles, salían unos niños con
tablillas enceradas donde garabateaban letras latinas y árabes. La
ciudad respiraba por muchas bocas, y cada una tenía su música. En los días de mercado,
el muecín
llamaba a la oración desde un alminar sobrio; más allá, en una iglesia
discreta, las campanas sonaban bajito. Isaac decía que era mejor así: el
respeto se oye mejor cuando no grita.
ü Dicen que
estamos bajo el estatuto de protegidos, los dhimmíes
—comentó Lucio una tarde—. Protegidos, sí, pero con impuestos. A mí lo que me
importa es que el horno no se apague.
ü Y que no falte
el agua —añadió Yūsuf—. En mis montes, antes de cruzar el mar, aprendimos que
los hombres se pelean por el hierro, pero se reconcilian con el agua.
Honorio, ya anciano, que de tanto en tanto pasaba por el taller
para encuadernar encargos, les llevó una noticia mala envuelta en otra peor. En
740, al otro lado del Estrecho, había estallado una sublevación
bereber.
El eco llegaba a al-Ándalus como piedra en estanque: tensiones entre jefes
árabes y tropas bereberes, guarniciones inquietas, caminos inseguros por
semanas. Yūsuf afiló el gesto: tenía primos en las montañas del Rif.
ü Las montañas
guardan rencores —dijo—. Aquí mejor seguir enderezando hierro y horneando
barro.
Los meses siguientes, algunos jóvenes desaparecieron hacia el sur,
otros hacia el norte, buscando suerte en bandos que prometían justicia. En el
taller, en cambio, siguieron mezclando engobes y martillando remaches.
Isaac, que era de pocas palabras, repetía una como quien bendice: pacto.
Lucio prefería otra: costumbre. Yūsuf, una tercera: agua.
Con el tiempo, los cuencos esmaltados de Isaac llevaron granadas
azules, las puertas de Yūsuf lucieron arcos que parecían cejas sobre
ojos de madera, y las ánforas de Lucio viajaron en burros por las veredas de la
huerta. En el zoco, la fortaleza era ahora plaza, y la plaza,
conversación. La piedra seguía en su sitio, pero había aprendido a
curvarse. De la fortaleza había nacido el zoco; de la piedra,
el arco; del hierro, el murmullo del agua.
Una tarde tibia, Honorio entró al taller con una sonrisa cansada y
dejó sobre la mesa un cuaderno nuevo.
ü He empezado a
escribir de un tiempo nuevo —dijo—. Lo he titulado “Al-Ándalus”.
ü ¿Y qué cuenta?
—preguntó Isaac.
ü Que un día
dejamos de contar solo batallas y empezamos a contar acequias.
Fuera, el río seguía su curso. No sabía de fechas, pero las
fabricaba. Entre 711 y 756, los hombres habían cambiado de soberano, de
administrador, de lengua pública. No habían cambiado de necesidad: pan, agua,
trabajo, tregua. La puerta del sur se había abierto, y por ella entraron no
solo hombres, sino hábitos. A partir de entonces, la luz de
Hispania tendría, por siglos, el tono de un patio con agua. Y la historia, la
cadencia de una ciudad que aprende a respirar con muchas voces.
Capítulo II: El esplendor y la fractura (756–1238)
En este capítulo, vamos a ver como Córdoba
brillaba como un espejo de mármol y oro. Los arcos de la mezquita atrapaban la
luz, los mercados murmuraban en lenguas lejanas, y la voz del muecín flotaba
sobre tejados y jardines. Se decía que el saber de
Grecia y Persia dormía entre aquellas paredes, y que cada calle escondía
secretos de poder y ambición.
Pero la sombra crecía:
rumores de traiciones, de emires que soñaban con su propia corona, y de
ejércitos cristianos que avanzaban por el norte. Mientras el saber dormía entre palacios y bibliotecas,
las taifas emergían, pequeñas gemas de poder y ambición, cada una
buscando su reflejo en el sol. Desde el norte de África llegaban sombras de
rigor: almorávides y almohades, con leyes estrictas y austeridad,
imponiendo disciplina donde antes reinaba el esplendor. La tensión crecía,
invisible pero palpable, como el viento que agita los jardines del califa. Y
luego, como un presagio, la batalla de Las Navas de Tolosa abrió grietas
profundas, anunciando un tiempo donde la belleza coexistiría con la
incertidumbre y la fragmentación.
5)
Un príncipe entre ruinas (756)
El día en
que ʿAbd al-Raḥmān I cruzó el
patio, la luz jugaba con el agua y con los brotes tiernos de unos cítricos
recién plantados —promesa de sombra futura—. Córdoba respiraba todavía
entre restos visigodos y ábsides romanos, pero aquel joven de mirada inquieta y
siempre en alerta —huido de Oriente, último omeya— no venía a custodiar
ruinas: venía a comenzar un período nuevo, el de una Córdoba independiente
. Ordenó trazar alineaciones, limpiar albercas, abrir patios que
refrescaran el aire y el ánimo. El rumor del agua empezó a sonar como idioma
de gobierno.
A las
afueras, una familia campesina que se había trasladado a la
capital—descendientes de Salma y de Maese Ruy— miraba la ciudad
como quien mira el mar por primera vez. No sabían de genealogías omeyas; entendían
de acequias. Vieron entrar al príncipe y escuchar a sus arquitectos; vieron
salir escribas con tablillas y pergaminos; vieron cómo la ciudad dejaba de
mirar hacia oriente —— para mirarse a sí misma y, sin dejar de mirar
a Damasco, iniciar une época nueva.
ü Si el poder tiene agua, habrá mercado —dijo la madre.
ü Y si hay mercado, habrá pan —añadió el padre.
Al caer
la tarde, el príncipe volvió a cruzar el patio. Saludó a los peones, tocó con
la yema de los dedos la humedad de la fuente y ordenó levantar un oratorio
mayor.
Nadie pronunció la palabra Emirato, pero todos sintieron que
empezaba una estación distinta.
Lo que
nació en aquel patio fue algo más que un oratorio: un Estado
capaz de centralizar, recaudar y mandar, con corte, ejército y
administración. El reto —ayer y hoy— es el mismo: equilibrar un poder
fuerte con la diversidad de pueblos y credos que lo habitan; cuando ese
equilibrio falla, el proyecto común se fragmenta.
De este
modo, pasado un tiempo comenzaron las tensiones (796-818). La ciudad crecía y, con ella, sus aristas. El
yeso de los nuevos patios aún no había secado cuando empezaron a oírse
crujidos. En Toledo, el emir al-Ḥakam I convocó a los notables a una reunión de
concordia; la noche, sin embargo, estaba afilada. Fue la jornada del foso
(797): entrada solemne, palabras medidas… y luego el tajo de la trampa. Reunión,
engaño y degüello. La noticia corrió río abajo como un cuchillo en el agua:
aviso a navegantes de la Marca Media.
Apenas
dos décadas (818) después, el descontento prendió. Las gentes del arrabal de Saqūnda, al otro
lado del Guadalquivir, situado frente a la mezquita, la gente levantó su
voz: telares y hornos callaron para que hablaran las calles. La represión
fue de golpe y arrasó el barrio; miles tomaron el camino del exilio
hacia Fez. En la orilla, la familia de Salma miró el humo cruzar
el río y apretó los labios.
—El agua sostiene —dijo el abuelo—, pero la rabia arde.
6) La
ciudad-luz
El
oratorio creció como crecen los árboles: por anillos. Columnas
que habían sostenido otros templos aprendieron un arco de
herradura nuevo; capiteles reutilizados
cambiaron de oficio sin cambiar de piedra.
En el patio, un maestro clavó un gnomon
y llamó a un niño —nieto de Salma— para enseñarle a medir
sombras.
—Mira —le
dijo—, el sol escribe con tinta invisible. Nosotros leemos
su inclinación y calculamos la hora.
—¿Y para
qué sirve saber la hora? —preguntó el crío.
—Para rezar a
tiempo, regar a tiempo y vivir a
tiempo.
Entre
tablillas de cera y hojas de papel traído de Oriente —que más tarde
se fabricaría también en estas tierras, con fama en Xàtiva—
los muchachos aprendieron a trazar círculos, a usar la alidada
y a intuir, con los primeros astrolabios, que las
estrellas obedecen leyes. En los talleres,
los artesanos mezclaban resinas y zuyyaj;
en las madrasas,
los lectores pasaban de una receta de Galeno a unos versos de
Ibn Zaydūn. La ciudad era una lámpara:
de día encendida por el sol, de noche por el aceite.
Pronto el papel
dejó de ser lujo exótico: cálculos y copias
convirtieron a Córdoba en puerto de saberes. Allí se
escribieron tratados y se copiaron libros
que después nutrirían las traducciones
latinas en otras ciudades —puentes discretos hacia el Renacimiento.
La
astronomía ordenaba la noche, la música medía el tiempo,
y el zoco era su caja de resonancia.
En las huertas,
regadíos,
norias
y rotaciones tejían una economía que unía el
campo con el Mediterráneo: Sevilla y Almería
bullían, los artesanos multiplicaban encargos, y los puertos hilaban comercio
y diplomacia. Aquella técnica del agua dialoga hoy
con nuestro presente seco: el ingenio medieval
como pista para gestionar un recurso escaso.
En el zoco,
los descendientes de Isaac, Lucio
y Yūsuf
trataban a voces bajas: seda por esparto, aceite
por papel, candiles por libros. El muecín
cantaba desde el alminar, y en una iglesia
pequeña las campanas discretas daban la hora de nona.
Bajo la sala hipóstila, la luz tamizada
parecía querer leer los signos del mármol. Y el niño —nieto de
Salma—, con el gnomon aún caliente entre los dedos, entendió por
fin que aprender a medir la sombra era otra manera de guardar
la luz.
7) Califato y edad dorada (929–976)
Con ʿAbd al-Raḥmān III, Córdoba se miró en espejos de diplomacia; con al-Ḥakam II, descubrió que una biblioteca podía ser una
ciudad entera hecha de libros. En un
patio en sombra, Lubna —copista y matemática,
mano firme y letra clara— corregía una cifra en el margen. Entró Ḥasdāy ibn Šaprūṭ con paso leve y dejó sobre la mesa una carta
con sellos lejanos.
—Buenas
noticias —sonrió—: aceptan a nuestro intérprete en la corte del
norte. La palabra viaja más rápido que el acero.
—Y pesa
más —dijo Lubna—, si se mide bien.
Hablaron de
medicina
y poesía: de cómo en Córdoba un médico —al-Zahrāwī/Abulcasis— estaba ordenando su cirugía
para que los cirujanos erraran menos; de cómo las traducciones
devuelven a la luz a Aristóteles y a Galeno.
Lubna alzó la vista, casi como un presagio:
ü Si, quizás algún día un
jurista-filósofo de Córdoba aclara a Aristóteles
y los jueces pensarán mejor; y quizás algún sabio de al-Ándalus
aunará razón y la fe, y leeremos con menos miedo.
Fuera, los copistas
alineaban códices; dentro, un calígrafo enseñaba a un
aprendiz a no apuñalar el pergamino con la pluma. En los
porches, la huerta rezumaba vida: albacares
con hortalizas, morales para gusanos, albercas
en niveles. El niño del gnomon, ya mozo, medía caudales
con una cuerda anudada. En el zoco, las mujeres tanteaban azafrán
con dedos expertos y los carreteros juraban que el mejor aceite
había aprendido latín antes que árabe. Al atardecer, la familia campesina subía
a una loma y veía brillar, lejos, una ciudad nueva sobre colinas de cal: Madīnat al-Zahrā’. Parecía de mármol y sueño.
“Los jardines también pueden ser una idea”,
susurraba el abuelo.
Pero la
grandeza también se mide por sus sombras lejanas. Al otro lado
del mar, en Ifrīqiya, los fatimíes proclamaron su califato
(909) y empujaron sus redes hacia el Magreb
y al-Ándalus. En ese tablero, la decisión de ʿAbd al-Raḥmān III de proclamarse califa (929) fue un gesto de legitimidad
y contrapeso frente a fatimíes y abbasíes:
el título no era solo teológico; era política mediterránea.
En los patios,
la gente veía prosperidad; en los despachos,
el equilibrio siempre frágil entre poder y pluralidad.
Lo andalusí enseñaba una lección que atraviesa siglos: cuando la
diversidad se gobierna bien, multiplica la inteligencia de una sociedad; cuando
se gobierna mal, la debilita.
8) Fitna:
cuando el mármol se agrieta (1009–1031)
Nadie oyó
el primer crujido del mármol; fue leve como una astilla
en la madera. Tras el reinado del Victorioso por Alá,
llegaron los bandos, los disturbios, los saqueos.
Un escriba —descendiente de Honorio— cerró el códice al
oír los gritos: en el borde del pergamino, la ceniza dejó su huella como una
firma involuntaria.
—¡A las
armas! —tronó la calle.
—¡Esconded
los libros! —contestó el patio.
Los corredores
que habían escuchado poemas devolvieron ecos de miedo; donde el mármol
había reflejado corte y ciencia, ahora relampagueaba el hierro.
Las banderas cambiaban de manos con una rapidez que la
tinta no alcanzaba a registrar. En Madīnat al-Zahrā’,
el jardín de yeso y cal ardió como si los versos se
hubieran vuelto antorchas. El escriba afiló la pluma, buscó el
margen más estrecho y dejó una sola línea, delgada como un diagnóstico: “Los
reinos se rompen por dentro.”
Cuando la fitna
se tragó el Califato, nacieron las taifas
como nacen los mosaicos: con teselas bellísimas que, sin
embargo, ya no componían un dibujo común. La belleza
encontró su precio en la defensa: parias
hacia el norte —una paz alquilada y siempre breve—,
embajadas que eran a la vez tratado y rescate. Y cuando el miedo
arreció, se invocó la ortodoxia como si fuese
muralla: por esa puerta entrarían primero los almorávides
(1086)
y, después, los almohades
(1147),
prometiendo orden allí donde la pluralidad
había perdido su música.
El escriba
guardó la pluma. En los estantes, los volúmenes respiraban como animales
asustados. Afuera, el mármol seguía en pie, pero agrietado.
Adentro, los libros sabían —con esa sabiduría de las cosas que duran— que toda luz
puede sobrevivir a una noche lluviosa, si alguien la
protege con el cuerpo.
9) Taifas: música, seda y miedo (s. XI)
Cuando el
Califato se deshizo como yeso bajo la lluvia, la península no quedó muda
ni en las sombras. En la oscura noche brillaron ciudades-estrella. Sevilla,
Zaragoza, Badajoz, Valencia, Toledo, Granada… Cada una con su trono,
rodeado de poetas, músicos y embajadores, sosteniendo su brillo a fuerza
de monedas, pactos y espadas. La belleza fue programa de
gobierno; la diplomacia, pan de cada día; la guerra, estación que
volvía. Entre muwashshahas y parias, las taifas aprendieron a
vivir con el corazón dividido: música y seda, miedo y pagos.
Muwashshaha
(con jarŷa):
En patio de cal y agua,
laúd que al aire se enreda;
mi rey compra paz con plata,
mi pluma la mide y queda.
¡Ay, luna de la frontera!
¿cuánto dura esta quimera?
Kharŷa: Amigo,
ven, non tardes,
ke el alma se me va.
Fue el siglo
XI un mosaico de cortes cultas y frágiles: se negociaba en salas de
mármol y se velaba en adarves; se recitaban versos en el alcázar de Sevilla
y se trazaban parias sobre mapas del Ebro. Por los muros corría,
como un viento seco, el mismo rumor: “vienen del sur hombres de lana negra”.
Y mientras el laúd afinaba la tarde, alguien ya anotaba en el margen de
un fuero la fecha del próximo asedio.
En Sevilla,
el alcázar respira canela y
azahar. El poeta deja caer los versos como agua en alberca; la
ʿūd
bordonea; la seda cruje en mangas anchas. El rey de
taifas ha convocado a músicos y letrados: se elogian jardines,
se invocan metros persas, se compone una muwashshaḥa que
mañana cantará el pueblo. A ratos, sin embargo, el silencio
se posa como un pájaro en el dintel: todos saben que el oro
que paga la fiesta también compra treguas al norte
—parias
que compran tiempo y venden defensas.
En
Zaragoza, en una sala fría,
un visir y un delegado del vecino miden cada
palabra. En el mapa, el Ebro serpentea; sobre la mesa, monedas y
juramentos. El visir firma con mano firme, pero la mirada se le
va a la muralla: “Si hoy compramos paz, que no sea a costa
de mañana”, piensa. Fuera, el zoco funciona: alfareras
con esmaltes de cobre, tejedores probando tintes, orfebres
golpeando plata.
Entre un
verso y un tratado fiscal, taifas y reinos
cristianos trenzan guerras, alianzas y tributos;
se combaten y se visitan, se asedian y comercian. La ciudad medieval
ya es multicultural antes de que inventemos la palabra.
En el
taller del barrio —los nietos de Isaac, de Lucio
y de Yūsuf—
el horno sigue encendido. Hornean, forjan, encuadernan.
Saben que los poetas llenan alcázares, pero también que la política vacía
graneros cuando cambia el viento.
—No
olvides el peso del pan —dice el padre al hijo— cuando admires
el brillo de la seda.
Y en ese
tejido, llegó el golpe: Toledo
cayó en 1085 en manos de Alfonso VI. La antigua capital
visigoda pactó capitulaciones que garantizaban vidas,
propiedades y culto; la noticia cruzó el valle como un viento
frío y, desde Sevilla, partió la llamada de auxilio. Yūsuf ibn Tašufīn
y los almorávides cruzarían al año
siguiente (1086), con disciplina de desierto y promesa de orden.
10) El yugo de la ortodoxia (1086–1147)
Cruzaron el
Estrecho con paso severo en 1086:
primero auxilio, luego norma. Los almorávides
traían pocas palabras y el desierto en los ojos. El sermón
se hizo más largo, el mercado más
medido, la música más baja. No se apagó la vida: cambió de
tono. El qāḍī revisaba contratos con celo, el muḥtasib anotaba lo que, a su juicio, se salía de “lo
recto”. Algunas tabernas cerraron antes; otras aprendieron a disimular.
Y, sin embargo, la huerta siguió obedeciendo a un
calendario menos discutible que cualquier decreto: en los regadíos,
en los telares, en los zocos, la
vida buscó rendijas.
En el
taller del barrio, los nietos de Isaac, Lucio
y Yūsuf seguían trabajando y el horno continuó encendido, pero el canto
bajó medio tono y los colores se hicieron más
sobrios: menos filigrana, más resistencia en la junta y en la
cerámica. Un mozárabe joven, aprendiz de encuadernador —mitad
latín, mitad árabe, todo oficio— decidió subir al norte. “Dicen que Toledo
vuelve a ser cruce de caminos”, escribió a su madre desde una venta fría. Allí
oyó por primera vez la palabra mudéjar para nombrar a los musulmanes
que permanecían bajo dominio cristiano. “El mundo —decía en sus
cartas— gira sin moverse: cambian los jueces, no el
peso del pan.”
Mientras
tanto, en la Marca del Ebro, la frontera se reescribía con hierro
y con pergamino: Zaragoza cayó ante Alfonso I
el Batallador (1118), y tras ella Ejea,
Tudela, Borja, Calatayud, Tarazona, Daroca…. Cada sello
abría una puerta y cerraba otra; cada estandarte dejaba su sombra
sobre el zoco. En casa, el niño que un día midió sombras
con un gnomon aprendía ahora a medir tiempos:
el de la poesía que alivia, el de la moneda
que falta, el de las treguas que caducan.
Comprendía, sin nombrarlo, que la seda y la música
embellecen el mundo, pero que lo sostienen los papeles
—pactos, fueros, capitulaciones—… hasta que
cambian. Entonces vuelve a hablar el hierro.
Pasaron
años. La ortodoxia cambió de nombre y se hizo más
severa. En 1147 llegaron los almohades
con trazo más recto: menos paciencia
con el disenso, nuevas obras y un programa urbano que levantaría grandes
mezquitas y torres
que parecerían hablarle al cielo. Hubo persecuciones
y exilios; familias enteras hicieron fardos
como quien salva un brazado de leña bajo la lluvia.
En
Murcia y el “Rey Lobo” resistía ( c. 1147–1172) en el oriente andalusí, cuando el
vendaval almohade quiso imponer una sola tinta, se alzó un
señor que escribía con letra propia. Muḥammad ibn Mardanīš,
al que en los reinos del norte llamaron el Rey Lobo, sostuvo Murcia
y Valencia con una mezcla de fortalezas,
moneda
y tratados. Compró tiempo con oro
y alianzas —pactos con Castilla y Aragón,
tratos con Génova y Pisa—, y sembró la huerta de torres:
Monteagudo
vigilaba como lobo de piedra; el Castillejo era una orden de
cal; en los valles del Segura y del Ricote,
las acequias seguían respirando bajo la guardia de sus adalides
del agua. En los zocos se decía que su corte olía a seda
y a hierro, y que pagaba a ballesteros
y ingenieros como quien paga la lluvia en años secos. Resistió
cuanto pudo; cuando murió (1172), el oriente quedó
más expuesto al empuje almohade. Pero su nombre siguió latiendo en
la Huerta como un juramento: que el
agua, si se cuida, también es muralla.
11) Un golpe de cielo abierto (1212)
Aquel
verano el cielo pesaba. Un pastor en la
sierra —más amigo de nubes que de banderas—
vio pasar gentes con pendones y bestias
cargadas. No sabía de alianzas ni de crónicas;
sabía leer el viento y contar rebaños. La
columna subía despacio, como si trepara por la espalda de la montaña.
Los cascos dejaban un latido en la tierra que ni el tomillo
podía disimular.
Desde el
alto, el pastor vio el valle encogerse. Hubo un
instante en que el ruido cesó, como si el mundo
tomara aire. Luego llegó un estruendo que no era trueno,
pero lo parecía: El rumor de la derrota
almohade
corrió por barrancos y riberas como el agua tras la tormenta: primero un hilo,
luego una cinta, por fin un río.
Días
después, las sendas parecían más anchas; las plazas,
más claras. “Se abre el valle del Guadalquivir”, dijeron los
viejos mirando al sur como quien mira una llanura que por fin se deja sembrar.
En los alcázares, los contadores
hicieron números; en los talleres, los artesanos
apretaron dientes y moldes: vendrían años de campaña, treguas
de papel y fronteras que respiran.
Mientras
tanto, como cada día, el pastor seguía en su majada, y
cuando el sol se ponía, cansado, se sentaba en la peña. Mientras recogía a sus
ovejas, pensaba que la historia quizá era eso: un golpe
de cielo abierto que cambia de sitio las sombras.
Y, sin embargo, abajo, junto al río, el agua sonaba igual que el día
anterior, igual que siempre.
Acto III — El último jardín (1238–1492)
12) Nace Granada
Desde la Sabika,
Muḥammad ibn Naṣr miró la Vega y oyó al agua
ensartar la colina como un hilo de cristal. Era temprano: el aire olía a tomillo
y a alba, y, a lo lejos, la Sierra
todavía guardaba nieve. Abajo, los ríos —Darro y Genil—
bajaban como cintas de plata. Allí, entre huertas
y álamos, decidió alzar su reino:
no una ciudad de desfile, sino una fortaleza habitada.
A la sombra
de un muro recién alzado, Aixa, tejedora
de manos ágiles, hacía cantar el telar. Su madre decía que las ciudades se
reconocen por sus ruidos: en Córdoba
mandaba el zoco; en Granada, el agua.
Y era cierto. Desde la Acequia Real
—el cauce que, domado, roba un latido al Darro— el rumor
llegaba como un aliento continuo que lo conectaba todo: patios,
albercas,
fuentes,
huertas.
“Si
el agua es común, el reino respira”, repetía el alguacil
del agua cuando pasaba a vigilar la limpieza de
los partidores.
En las
laderas crecían murallas con torres cuadradas, adárves
estrechos, puertas en recodo para confundir al enemigo. Pero en
el corazón de la colina se cuidaban patios: silentes,
frescos, geométricos. Aixa aprendió pronto la política
de la sombra: ese sol que se filtra por un arco
y dibuja el tiempo sobre los azulejos; esa agua que,
domesticada, suena como una música que no distrae, sino que
ordena.
Allí, la luz tenía ley y el calor,
respuesta.
ü He aquí mi reino —proclamó el sultán.
Y la gente,
al pie de la Sabika,
no respondió con vítores, sino con trabajo:
albañiles
alisando cal, leñadores acarreando vigas, alfareros
cociendo ladrillos, hortelanos midiendo el día en compases
de luz. Granada nacía así: piedra que guarda
y agua que gobierna; patio que
ordena el tiempo y muralla que lo gana.
13) Frontera: guerra, tregua, comercio
En la raia de Jaén,
un notario —descendiente de Honorio—
dibujaba con la punta de la pluma la curva de una tregua. El pergamino
olía a piel reciente; sobre la mesa, sal y seda
remarcaban la ecuación de la frontera: guerra
por la mañana, negocio por la tarde.
Un arriero
del norte descargó sal y un resto de herrumbre
en los sacos; un tratante granadino desplegó telas con
granadas bordadas y taracea de maderas olorosas. Al
pie de la torre albarrana, los guardas
contaban tiempo, no hombres.
—Hasta San
Miguel, paz —dijo uno—; luego, ya veremos.
La frontera
respiraba: inspiraba aceite y trigo;
espiraba
rescates y palabras. En la venta, al anochecer, un juglar
afinó la voz y cantó noticias: hacía años que Córdoba
y Sevilla
habían sido tomadas por reyes del norte,
con campanas nuevas y pendones
extraños. Aixa —la tejedora— calló y apretó la tela
entre los dedos: no era un porvenir, era un recuerdo que pesaba.
El notario
sopló la tinta. El trazo de la tregua quedó fijo como una
costura sobre la piel del mapa. Al otro lado del muro, las mulas
resoplaban; dentro, la pluma aún temblaba. Nadie lo
dijo, pero todos lo sabían: en estos linderos el aire
se firma y se rompe, y cada aliento lleva la cuenta de las campañas
que vendrán.
14. Murcia: capitulación, rebeldía y
conquista (1243–1266)
Desde la raia de Jaén,
donde el notario —descendiente de Honorio— aprendía a firmar el
aire, llegó un recado de Levante. “Más al oriente
—decían—, la frontera no se vence: se escribe”. Y allá fue la
noticia, río abajo, hasta el Segura, donde las acequias
cosen la huerta como si el agua supiera leer.
Murcia eligió el papel antes
que el hierro.
En una sala fresca, el infante Alfonso —el que sería el Sabio—
dictó la fórmula del pacto: vasallaje al
rey castellano; guarniciones en las fortalezas; parte de
los tributos para Castilla; garantía de culto
y propiedades para los musulmanes; y los gobernadores
locales —por ahora— en sus cargos. El notario sopló
la tinta: había nacido un protectorado que respiraba como
la huerta —con ritmo propio y vigilias discretas.
No todos
aceptaron el compás. Lorca, Mula y Cartagena
tensaron la cuerda y, entre 1244–1245, fueron sometidas
una a una.
Pasaron dos
décadas y el papel crujió. El reino renegó
del pacto,
los caminos se llenaron de bandos, y Aragón
acudió en auxilio de Castilla. Entró Jaime I
por el levante, y en 1266 tomó Murcia
“en
nombre” de Alfonso X. Con esa firma sobre
el hierro, el territorio perdió la semiautonomía y quedó
integrado directamente en Castilla.
La geografía
de la frontera cambió, y con ella la vida de miles: traslados
de población, nuevos asentamientos cristianos,
barrios
mudéjares replegados tras de puertas discretas. En la huerta,
las moreras siguieron alimentando a los gusanos; en los
libros del notario, una nota quedó como moraleja de maestro: tras cada pacto,
surgen tensiones que quiebran los acuerdos y todo acaba en conquista.
Y de fondo, lo de siempre en esta tierra de agua y papel: coexistencia
relativa, mestizaje cotidiano y gestión
del agua como ley mayor de la historia.
15) La política de los patios
En la Alhambra,
el patio enseñaba más que las salas: allí se susurraba
mejor. Muley Hacén
clavaba la mirada en la piedra; Boabdil,
impulsivo, la perdía en el agua; El Zagal,
duro, la dejaba en los muros. Aixa
bint Mubarak
—la madre— conocía ese lenguaje: sabía que un silencio
a tiempo podía salvar una ciudad… o perderla.
Una tarde
llegó el pésame convertido en romance. Traía el ritmo de las herraduras
y el temblor de los metales: “¡Ay de
mi Alhama!”. La ciudad sintió en los versos el presagio
de un desgarro. En los talleres del Albaicín, los martillos bajaron
medio palmo; en la Vega, los hortelanos alzaron la
cabeza y midieron los surcos como si fueran cuentas
de un rosario.
Las facciones
se miraban de reojo; los patios —con su agua,
su geometría y su orden—
intentaban corregir lo que la política
torcía: alianzas frágiles, tributos que
asfixiaban, promesas que llegaban tarde. En casa, el hijo
preguntó:
ü ¿Qué nos queda?
ü El oficio —dijo el padre—. Y la memoria
—añadió Aixa.
En Granada,
el oficio encontró taller, y la memoria, patio.
Allí, entre sombra y agua, aprendieron a vivir apretados
y atentos, con la certeza de que a veces el muro
protege, pero es el agua la que nos sostiene.
16) El asedio de los años (1482–1492)
Granada
cayó. No fue un asedio: fueron muchos. Veranos
de campaña, inviernos de penumbra; parlamentos
en los puentes, treguas que eran respiraciones. En la Vega,
el trigo obedecía como siempre, pero el horno
humeaba menos. Aixa humedecía la seda con
agua —y con lágrimas que no quería nombrar—; el notario
rubricaba capitulaciones menores en aldeas cansadas que
cambiaban de manos con el vaivén de la estación.
Una noche,
el niño del taller —ojos de agua
y sombra— preguntó:
ü Padre, ¿por qué llaman a esto “guerra
de Granada” si nosotros seguimos cosiendo
y regando?
ü Porque los mapas se
hacen con tinta, hijo. Y los panes, con harina.
Los mapas llevan prisa; la harina, paciencia.
En Santa Fe, a un
tiro de piedra del campamento real, se alzó una ciudad de
madera como una declaración: el asedio se
quedaba. Los batanes batían menos; los arrieros
evitaban caminos; los romances corrían más rápido que
las mulas. Las treguas se discutían como si fuesen jornadas de
riego: hasta tal día, paz; después, ya
veremos. Y al final, las torres parecieron más altas
por el cansancio que por la piedra.
Cada tregua
fue un debate sobre memoria e identidad:
¿podemos ser varios sin deshacernos?
En la Vega, el agua respondía que sí;
en los palacios, la política dudaba.
Mientras
tanto, la ciudad aprendía a respirar despacio, como si
contara los minutos entre un tambor de guerra y el siguiente amanecer.
17) Y el 2 de enero de 1492, se entregaron
las llaves
La mañana olía a
nieve. En la plaza, una bandeja de plata recibió unas llaves
que no eran de hierro, sino de siglos. No hubo gritos; hubo un
suspiro.
Boabdil
se rindió, y Granada se entregó con él. Se leyeron
las Capitulaciones en voz clara: templos,
leyes,
lengua,
costumbres
serían respetadas. El notario
sostuvo la pluma con el pulso de quien sabe que las palabras
son puentes. Aixa —la tejedora— apretó la
mano de su hijo. En los patios, el agua no cambió de
sonido; en las huertas, los surcos siguieron la misma dirección. La
ciudad aprendió a respirar con un lenguaje nuevo
y nudo en la garganta.
Más tarde,
cuando la comitiva abandonó la vega, la nieve se quedó colgada de los picos y
el camino se volvió cuesta. En el collado
que hoy llaman del Suspiro del Moro, el rey volvió
la cabeza: el palacio de agua se hacía pequeño entre los cipreses.
Y entre ellos, según la tradición, se escuchó la vez de
su madre, Aixa, que le dijo, como si cerrara una puerta de la
historia con una frase:
ü Llora como una mujer lo que no supiste defender
como un hombre.
El viento
se llevó la sílaba final; la montaña no respondió. Abajo, Granada seguía sonando a
agua.
1492 fue final militar y comienzo
de un mosaico social impuesto, el de la uniformidad.
El deseo de una sola fe alimentó expulsiones y silencios, y nos
dejó una pregunta que aún nos acompaña: ¿cohesión y una identidad o fusión y multiculturalidad?
El patrimonio —la Mezquita, la
Alhambra…
la huerta, las norias, las moreras y la seda… — nos recuerdan
cada día, que el pasado y su patrimonio son muestra de lo que somos.
EPÍLOGO — Del pacto roto al problema morisco
(1492–1502)
Leídas las Capitulaciones,
la ciudad respiró. En la aljama, el alfaquí
repitió sus cláusulas; en el libro del notario quedó escrito: “Paz con
condiciones.” La vieja tejedora sonrió por
primera vez en meses: “Si cumplen, viviremos”, dijo.
Pero el
papel —como el yeso— se erosiona si no se cuida.
Primero
fueron rumores: que en tal barrio querían cambiar nombres,
que en tal aldea insistían en baños y abluciones,
que un predicador hablaba de una unidad más fuerte que los
papeles. Luego llegaron los visitadores y contaron bautismos
de prisa; confesores midieron palabras;
alguaciles
censaron trajes. Hubo tumultos y miedos.
Algunos cruzaron a la otra orilla; otros se quedaron,
aferrados
a la huerta y a la tumba de sus padres.
El invierno
trajo la orden como cae la nieve: silenciosa
y definitiva. Era 1502. En la
iglesia del barrio, una anciana recibió agua
en la frente: no cambió su memoria,
pero cambió su nombre. Su nieta —hija de Aixa— apretó los
puños. Nacía una palabra nueva para definir a un nuevo grupo de población: morisco.
Los patios siguieron con su agua,
pero se susurraba más. El taller
continuó fabricando puertas y candiles:
puertas para pasar, candiles para ver.
El notario
cerró su libro y, como su ancestro en otra crisis, dejó una línea en el margen,
delgada como una herida: “Cuando los reinos no saben cumplir sus
palabras, las personas aprenden a callar las suyas.”
El jardín
no se apagó: cambió de nombre y aprendió a florecer
en silencio. Y ahí está la lección que
debemos traer al presente: que el papel
no sea máscara, sino compromiso; que la palabra
dada se cumpla, porque promesas rotas rompen vidas;
que la diversidad bien gobernada multiplica la inteligencia
de una sociedad; que el agua compartida, la ley justa
y la memoria nos hacen mejores. Del
pasado no se hereda un museo: se hereda un deber.
Romance de memoria y palabra
No rompáis palabra dada,
que se hiela la mañana;
del papel sin cumplimiento
nace sombra en la plaza.
Agua común, ley guardada,
dan cosecha a la huerta clara;
promesa rota, camino
de exilio y puerta cerrada.
Aprended de la corriente,
que a todos nos da su cama:
quien cumple, riega futuro;
quien miente, deja la nada.
Recordatorio didáctico de hitos en el
relato (para los alumnos)
·
711: Guadalete y colapso visigodo
→ 711–720:
rápida ocupación de al-Ándalus.
·
713: Pacto de Tudmir
(Tucmir/Murcia): capitulaciones locales que garantizan culto y propiedades a cambio
de tributo.
·
722: Covadonga (inicio simbólico
de la resistencia cristiana).
·
732: Poitiers (freno del avance
islámico al norte de los Pirineos).
·
740: Sublevación bereber (impacto
en el equilibrio interno de al-Ándalus).
·
756: Emirato independiente
de Córdoba (ʿAbd al-Raḥmān I).
·
785/786: Inicio de la Mezquita
aljama de Córdoba (primer oratorio; ampliaciones hasta fines del s. X).
·
796–822: Gobierno de al-Ḥakam I → Jornada
del Foso (Toledo, 797) y revuelta del arrabal de Saqūnda
(Córdoba, 818).
·
909: Proclamación del califato
fatimí en Ifrīqiya (presión ideológica y
geopolítica).
·
929: ʿAbd
al-Raḥmān III se
proclama califa en Córdoba (respuesta política mediterránea).
·
936: Fundación de Madīnat
al-Zahrā’
(ciudad palatina).
·
961–976: Reinado de al-Ḥakam
II
(auge cultural, bibliotecas, ciencia).
·
1009–1031: Fitna
(guerra civil), fin del califato → Taifas;
1010–1013: saqueo y ruina de Madīnat
al-Zahrā’.
·
1085: Toma de Toledo
(Alfonso VI) → 1086: llegada de los almorávides
(batalla de Zallaqa/Sagrajas).
·
1118: Conquista de
Zaragoza (Alfonso I el Batallador).
·
1147: Entrada de los almohades
en al-Ándalus.
·
c. 1147–1172: Ibn
Mardanīš, el “Rey
Lobo” de Murcia y Valencia: alianzas con reinos cristianos y repúblicas
italianas; fortificaciones (Monteagudo, Castillejo); defensa del oriente
andalusí.
·
1212: Navas de Tolosa
(derrota almohade; se abre el valle del Guadalquivir).
·
1236: Córdoba pasa a
Castilla.
·
1238: Nacimiento del
reino nazarí de Granada (Muḥammad
I).
·
1243: Tratado de Alcaraz
(Murcia →
vasallaje a Castilla; guarniciones; respeto de culto y propiedades).
·
1244–1245:
Sometimiento de Lorca y Cartagena.
·
1248: Sevilla pasa a
Castilla.
·
1264–1266: Revuelta
mudéjar; Jaime I toma Murcia (1266) “en nombre” de Alfonso X →
integración directa en la Corona.
·
1482–1492: Campañas
de Granada; 1491: Capitulaciones de Granada (tratado); 2
de enero de 1492: llaves de Granada.
·
1502: Conversión
obligatoria en Castilla → nacimiento de la identidad morisca
(inicio del “problema morisco”).
Claves
conceptuales (implícitas en la narración) que deben captar
·
Convivencia
“relativa”: dhimma
= protección jurídica con jerarquías reales. La pluralidad produce cultura,
pero no borra desigualdades.
·
Economía
del agua: regadíos, acequias,
norias, paisaje de huerta (al-Ándalus como escuela de gestión
sostenible del recurso).
·
Puente
de saberes: papel,
traducciones, astronomía, medicina y filosofía (Averroes, Abulcasis,
Maimónides) que conectan el mundo clásico con Europa latina.
·
Taifas:
belleza vulnerable:
esplendor cortesano y fiscal (parias), diplomacia y cultura… pero fragilidad
militar.
·
Ortodoxia
y poder: respuestas
almorávide y almohade (orden y uniformidad) frente a pluralidad creativa
urbana.
·
Política
del “papel vs. hierro”:
capitulaciones, pactos y fueros sostienen la convivencia…
hasta que se rompen y vuelve a hablar el hierro.
·
Frontera
que “respira”: guerra
por la mañana, tregua por la tarde, comercio siempre; la raia
como intercambio material y cultural.
·
Ciudad-luz y “Estado del agua”: la madīna
(zoco, oficios, patios) y la administración hidráulica (alguaciles del
agua, partidores) como columna vertebral de la vida cotidiana.
·
Memoria
y patrimonio: Mezquita
y Alhambra como lección cívica: del pasado no heredamos un museo,
sino deberes (cumplir la palabra dada, gobernar la diversidad, cuidar el
agua).
·
Lección
para hoy: gobernar la pluralidad
con reglas justas, invertir en conocimiento y agua compartida,
y cuidar que el papel (la ley) no sea máscara, sino compromiso
real.
Un walí era un gobernador provincial en el
mundo islámico, nombrado por el emir o califa. En Al-Ándalus, los walíes
administraban las distintas coras (provincias), mantenían el orden,
recaudaban impuestos y dirigían la defensa, actuando como representantes del
poder central en cada territorio.
Galeno (129-201 d. C.)
fue un médico griego del Imperio romano, que influyó durante siglos en la medicina
europea e islámica con sus teorías sobre anatomía, fisiología y humores. Por su
parte, Ibn Zaydūn (1003-1071) fue un poeta cordobés
andalusí, célebre por su poesía amorosa dedicada y por exaltar la cultura de
Al-Ándalus. Ambos son muestra de que la Córdoba omeya y califal fue un gran
centro del saber en los ss. IX–X.
Está anticipando las figuras del
“jurista-filósofo” Averroes, y del
“sabio” Maimónides: ambos
del siglo XII,
posteriores a esta escena, por los que anticipa sus descubrimientos y obras.
Nota: en 1238, Muḥammad I —Ibn
al-Aḥmar—
funda el reino
nazarí
y fija su corte en la colina de la Sabika.
Nota: la Acequia Real de la Alhambra
deriva del Darro y abastece los recintos palatinos y sus
huertas.
Madre de Boabdil. Fue
una figura influyente en la corte nazarí, participando en la política y, según
algunas crónicas, en las intrigas que marcaron los últimos años del reino.