Rey de Pamplona (1004-1035). Hijo de García Sánchez II el
Temblón, y su esposa Jimena. La historiografía posterior le aplicó el
sobrenombre de "Mayor" para distinguirlo de sus nietos, los tres
Sanchos, soberanos de Pamplona, Aragón y Castilla.
Todavía adolescente, comenzó su reinado bajo la guía de su
madre, hija de condes leoneses, y de su abuela Urraca, hija del conde Fernán
González.
El parentesco con la dinastía castellana, que databa de un
siglo, se anudó más estrechamente al contraer matrimonio (hacia 1010) el joven
monarca con Munia (Mayor), hija del conde Sancho García. A partir de la muerte
de su suegro (1017), sus relevantes dotes personales y una serie de
circunstancias fortuitas le convirtieron muy pronto en la figura política
decisiva de la cristiandad hispana.
La escasez y el laconismo de los documentos de su tiempo
hacen difícil la interpretación de buena parte de su actividad. R. Menéndez Pidal lo consideró extraño e
indiferente al ideal leonés de
Reconquista contra el Islam y de restauración del antiguo reino cristiano de
Toledo. El móvil de su acción sería únicamente, insiste J. Pérez de Urbel, una "insaciable ambición de
poder" que le instó a someter directa o indirectamente a su dominio toda
la España cristiana e incluso el condado de Gascuña.
Resulta, sin embargo, más lógica y convincente la
explicación del reinado por J. M.
Lacarra. Dada la tradición de la dinastía pamplonesa, secularmente asociada
a la política antiislámica de los monarcas leoneses y los condes castellanos,
con quienes había trabado además sucesivos vínculos de parentesco, lejos de
mostrarse indiferente frente al Islam, Sancho el Mayor fue el enemigo más tenaz
y peligroso de la taifa de Zaragoza. Fortificó contra ella una línea de
castillos fronterizos que iban desde el valle de Funes hasta los confines de
Sobrarbe. Liberó, por otra parte, de los musulmanes, el sur del condado de Ribagorza
(1018), recuperándolo para la condesa Mayor, tía de su propia mujer del mismo
nombre; neutralizó así también las pretensiones del conde Ramón de Pallars, que
había usurpado una parte de Ribagorza a la condesa, con la que había estado
casado y a la que había repudiado. Doña Mayor acabó renunciando a Ribagorza en
favor de los soberanos pamploneses y se retiró a Castilla, cerca de sus
familiares.
Desde Ribagorza
Sancho el Mayor estableció relaciones de amistad y parentesco con el conde de
Barcelona, Berenguer Ramón I. A la muerte de su tío Sancho Guillermo, conde de
Gascuña (1032), es posible que Sancho el Mayor alegase ciertos derechos de
sucesión, pero en todo caso se hizo cargo del condado Eudes, pariente más
próximo del difunto y heredero del ducado de Aquitania.
Más activa fue en
cambio su intervención en Castilla y, luego, en León. Al morir Sancho
García (1017), el condado de Castilla recayó en su hijo García, que sólo
contaba siete años de edad; en estas circunstancias, Sancho el Mayor debió constituirse
en protector de su joven cuñado
haciéndose cargo del gobierno efectivo del condado.
Esto le condujo a encarar a su vez las relaciones con el reino de León, cuya postración
anterior había favorecido la libertad de los condes castellanos, que aspiraban
además a extender sus confines occidentales a la región comprendida entre los
ríos Pisuerga y Cea.
Con vistas sin duda a
preservar la paz, el soberano pamplonés gestionó sucesivos enlaces
matrimoniales: primero (hacia 1024) el de su hermana Urraca con Alfonso V
de León; y muerto ya este monarca, el del conde García de Castilla con la
hermana del nuevo rey leonés Bermudo III. Pero esta última unión se frustró
trágicamente, al caer asesinado el novio a manos de los Vela, nobles alaveses,
cuando llegaba a León para la boda (1029). Tras vengar a su cuñado con la
ejecución de los asesinos, Sancho el Mayor tuvo que hacerse cargo nuevamente de
Castilla, cuya herencia correspondía a su mujer. Demostrando una vez más su
prudencia y respeto a la tradición legal, no asumió el título de conde, ni
pretendió incorporar Castilla al reino de Pamplona. Con el beneplácito de la
nobleza castellana asignó el condado a su segundo hijo, Fernando, que
casualmente ostentaba el nombre de su glorioso antepasado Fernán González. Es
verdad que el gobierno efectivo de Castilla lo ejerció Sancho el Mayor, quien
en los últimos años de reinado se vio
obligado a intervenir también en León, donde el joven Bermudo III se veía
impotente para someter a los nobles insumisos.
La presencia del monarca
pamplonés en la capital leonesa ha sido interpretada por la historiografía
tradicional como la culminación de su expansionismo sin escrúpulos. Sin
embargo, para J. M. Lacarra, las relaciones con Bermudo III no eran de
hostilidad, sino de parentesco, amistad y colaboración; con su presencia en
León el monarca pamplonés trataba de sostener la vacilante autoridad del joven
soberano frente a la nobleza levantisca.
En cuanto a su
herencia, Sancho el Mayor no pretendió salirse de las prácticas tradicionales,
comunes a los reinos hispánicos de la época. Contra lo que ha venido
afirmándose, no creó las nuevas monarquías de Castilla y Aragón.
·
Su hijo
Fernando, titular del condado de Castilla desde 1029, no se tituló rey hasta
que, tras la victoria de Tamarón (1037), recibió la corona de León como sucesor
legítimo de su cuñado Bermudo III.
·
De modo
semejante, el condado de Ribagorza no fue incorporado a la monarquía
pamplonesa ni lo transmitió Sancho a su primogénito García, sino que fue encomendado a su hijo menor, Gonzalo,
cuyos derechos le venían, como a Fernando, por vía materna.
·
El título
de rex y la soberanía sobre el reino patrimonial (tierras de Pamplona, Nájera y
Aragón) correspondía únicamente, según la costumbre, al primogénito García.
·
Pero Sancho el Mayor instituyó en favor de su vástago ilegítimo Ramiro
un lote de rentas para que las disfrutara bajo la soberanía eminente de García;
estas provenían fundamentalmente del primitivo condado de Aragón.
Sólo la evolución de los acontecimientos modificó la situación
legada por Sancho el Mayor hasta extremos que él difícilmente podía haber
previsto. Aunque puede ser considerado como el precursor de las relaciones con
Cluny y en general con el Occidente cristiano, quizá es desorbitado atribuirle
también todos los frutos de unos procesos históricos que, incoados en su
tiempo, se inscriben plenamente en las generaciones siguientes.
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