Historia de España novelada. Sección 1: LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE ESPAÑA (del paleolítico a los visigodos)
HISTORIA NOVELADA:
LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE ESPAÑA.
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Capítulo 1. El eco de la cueva
Hace más de un millón de años, en las llanuras áridas
de Orce, un grupo de homínidos buscaba refugio entre colinas y lagunas. No eran
como nosotros, pero tampoco eran simples animales. Eran los primeros europeos,
quizás erecutus o probablemente los antecessor, y caminaban con la
incertidumbre de quien explora un mundo hostil.
Entre ellos estaba una joven a quien
llamaremos Lira, que recogía piedras para que su hermano
mayor, Kar, las golpeara contra otra más dura. De aquel choque
nacían las primeras herramientas: toscas, rudimentarias, pero decisivas. Con
ellas podían romper huesos, cortar carne o defenderse.
El fuego todavía era un misterio, un
relámpago fugaz que iluminaba los bosques en tormentas lejanas. Pero en las
noches heladas, Lira soñaba con atraparlo, con mantener esa luz cálida que
ahuyentaba las sombras. Aquel sueño tardaría miles de generaciones en hacerse
realidad.
Los siglos pasaron. Los milenios se sucedieron. Los neandertales ocuparon
más áreas de la península. Eran robustos, fuertes, hijos de un clima extremo.
Lira y Kar ya no existían, pero otros seres, con su misma mirada, vivían en
cuevas como la Sima de las Palomas, en Murcia. Allí el fuego ardía
en el centro del grupo: cocinaba la carne, calentaba las manos, protegía de las
fieras. A su luz, Kar —otro Kar, hijo del tiempo, pero distinto al primero—
escuchaba a los ancianos trazar planes con sonidos cada vez más claros.
El lenguaje nacía en torno a las hogueras, entre gestos y
palabras que organizaban cacerías y transmitían recuerdos.
Los neandertales enterraban a sus muertos
con flores y pigmentos. Tallaban puntas de sílex, fabricaban colgantes con
conchas. Vivían en clanes pequeños, en equilibrio frágil con la naturaleza. En
las noches, mientras la lluvia golpeaba la entrada de la cueva, alguien pensaba
que el fuego, la palabra y la piedra eran las armas más poderosas de su pueblo.
Pero la historia no se detuvo. Hace unos
40.000 años llegaron otros humanos: los Homo sapiens sapiens. Menos
fuertes, pero más altos, más ágiles, con un lenguaje más rico y herramientas
más refinadas. No eran descendientes de Lira y Kar, sino otra especie distinta,
aunque con un aire familiar.
Durante un tiempo convivieron. En los
valles y montañas de la península, sapiens y neandertales se encontraron. A
veces se evitaban, otras competían, y en ocasiones compartían fuego y
conocimientos. Los neandertales enseñaron a los recién llegados a rastrear
ciervos en el bosque; los sapiens mostraron cómo lanzar lanzas más lejos con un
propulsor. Los niños fueron los primeros en acercarse, sin entender de especies
ni fronteras. Nadie lo sabía entonces, pero en esos encuentros se mezclaban no
solo técnicas y palabras, sino también genes.
Con el tiempo, los neandertales
desaparecieron. Su mundo se apagó lentamente, hasta quedar reducido a un
recuerdo fósil en cuevas y abrigos. Los sapiens ocuparon su lugar y llevaron la
cultura un paso más allá.
En el Paleolítico Superior, la
península se llenó de arte. En el norte, las cuevas profundas guardaban
bisontes y caballos pintados con un realismo impresionante. En el este y
sureste, en cambio, se narraban historias: arqueros, danzas, escenas de caza.
En Murcia, en la Cueva de la Serreta (Cieza), alguien pintó en rojo
un grupo de hombres tensando sus arcos, como si quisiera atrapar el movimiento
en la roca. En el Barranco de los Grajos, una figura humana
estilizada se alzó como un símbolo de lo desconocido.
Una joven sapiens se adentró en la Serreta
con un pincel de fibras vegetales y pigmento ocre. Afuera los cazadores se
preparaban; dentro de la cueva, ella pintó la caza antes de que sucediera.
Comprendió que lo trazado en la roca quedaría cuando las voces se apagaran y
las hogueras se extinguieran. Era su forma de vencer al olvido.
Y así, entre fuego y pigmentos, entre
palabras y símbolos, los humanos del Paleolítico Superior nos legaron algo más
que herramientas y huesos: nos dejaron memoria. Una memoria que aún
hoy seguimos leyendo en las paredes de piedra, como si las voces de Lira, de
Kar y de aquella joven sapiens siguieran resonando en la oscuridad de las
cuevas.
Capítulo 2. La semilla y la aldea
Habían pasado incontables generaciones
desde aquella joven sapiens que pintaba arqueros en la Cueva de la Serreta. El
eco de aquellas figuras seguía en las paredes, pero el mundo, pero el mundo
había cambiado.
Una muchacha llamada Naira recorría
cada día el mismo valle. A su alrededor no había manadas errantes de bisontes
ni ciervos huidizos y su clan, aunque aún organizaba partidas de
caza, ahora vivían en el mismo valle, cerca de un río generoso, al
que milenios después sus pobladores llamarían Segura, donde habían aprendido a
obtener de la tierra algo más que frutos silvestres. Naira
recorría cada mañana los surcos improvisados donde crecían las espigas verdes
que, al madurar, se convertían en alimento para todos. Regaba con agua del río,
arrancaba las hierbas que ahogaban a las plantas, ahuyentaba a los pájaros con
ruidos de piedra contra piedra. Aquella labor no era heroica como las cacerías
antiguas, pero sí constante, paciente, decisiva. El clan ya no perseguía animales durante
semanas; ahora cuidaba de la tierra, habían descubierto la agricultura.
La historia de aquel descubrimiento era
casi un susurro transmitido de abuelas a nietas: una mujer, recogiendo semillas
al final de un invierno, las dejó caer sin querer sobre un suelo húmedo, cerca
de la hoguera. Pasados unos meses, el grupo volvió al lugar y encontró tallos
verdes, cargados de granos más grandes y abundantes que los recogidos en el
bosque. ¿Casualidad? ¿Milagro? Desde entonces, cada primavera, alguien repetía
el gesto. Poco a poco, lo que era accidente se convirtió en costumbre, y la
costumbre en agricultura.
Fueron sobre todo las mujeres quienes,
encargadas de la recolección, observaron qué plantas crecían más rápido, cuáles
necesitaban sombra, cuáles daban mejor fruto. Con paciencia seleccionaron
semillas, cuidaron los brotes y guardaron en vasijas el grano para el siguiente
ciclo. Ellas fueron las verdaderas guardianas del calendario invisible de la
tierra.
Lo mismo ocurrió con los animales, que
cambiaron su papel en la historia. En lugar de perseguir sin descanso a las
cabras de los montes, empezaron a retener a las más dóciles cerca del poblado.
Descubrieron que era más fácil ordeñar que cazar, más seguro alimentar, ordeñar
y esquilar que arriesgar la vida tras un rebaño salvaje. Con el tiempo, las
manadas dejaron de ser enemigas huidizas para convertirse en compañeras
domesticadas. Las cabras daban leche, las ovejas lana para hilar, los
cerdos alimento en abundancia y los perros que ladraban en las noches para
ahuyentar al intruso.
El poblado se alzaba en una pequeña
llanura, con chozas de barro y madera organizadas en torno a un espacio común.
Allí, al caer la tarde, ardía el fuego, símbolo de continuidad y refugio. En la
oscuridad de la noche, los ancianos contaban historias de los tiempos en que
sus antepasados seguían bisontes y pintaban ciervos en cuevas profundas. Los
jóvenes escuchaban con asombro, aquellas historias que cada vez quedaban más
lejos de su quehacer diario.
Un día, en lo alto de un cerro, celebraron
un rito solemne. Un anciano del clan había muerto y, en lugar de enterrarlo en
una fosa sencilla, lo depositaron en un dolmen que habían
levantado entre todos. El monumento era imponente: enormes piedras verticales,
que habían arrastrado desde la cantera cercana, sostenían una losa inmensa. El
dura trabajo era acompañado de cantos. Nadie, por sí solo, habría podido
moverla; se necesitaba la fuerza y la voluntad de todos trabajando juntos
durante semanas.
Naira ayudaba a preparar la ceremonia.
Colocó vasijas de cerámica llenas de grano junto al cuerpo del difunto. Otros
depositaron collares de cuentas verdes y pulseras de piedra pulida. Una anciana
dejó un cuenco de leche. Querían asegurarse de que, en su viaje al más
allá, aquel hombre llevara consigo los frutos de la tierra y la protección de
su gente.
El momento fue solemne. Bajo el dolmen,
mientras la piedra de cierre caía lentamente sobre el corredor, el poblado
entero guardó silencio. Naira sintió que aquello era más que una tumba, bajo
aquel monumento de grandes piedras no solo quedaba un cuerpo, sino que era un
signo de unidad. Nadie, por sí solo, podría haber levantado aquellas moles de
piedra. Se necesitaba la fuerza de todo el poblado, la coordinación de cada
gesto, y, por encima de todo, el deseo compartido de honrar a los
muertos y perpetuar la memoria de los vivos.
Esa noche, al mirar las sombras del fuego
danzando sobre las chozas, Naira comprendió que no solo podían
sobrevivir en el mundo, también podían transformarlo. Y en ese gesto
humilde de sembrar una semilla y alimentar a un animal, la humanidad había
cambiado para siempre. Atrás había quedado el tiempo de la
incertidumbre por la caza y la recolección. La semilla y la cabra domesticada,
el poblado y el dolmen eran los nuevos pilares de la vida. Nuestros antepasados
habían descubierto la fuerza de la semilla y el poder de la piedra.
Y con ellos, nació un nuevo tiempo en el que los hombres y mujeres no solo
vivían: querían permanecer.
Capítulo 3. El nacimiento de las
fortalezas.
Los siglos habían pasado desde que Naira sembraba
semillas junto al río. Sus descendientes ya no vivían en chozas dispersas, sino
en una gran ciudadela que se alzaba sobre un cerro pedregoso: La
Bastida, en lo que hoy llamamos Totana. Allí, las casas de piedra se
apiñaban unas contra otras, protegidas por murallas tan altas y sólidas que
parecían obra de gigantes.
El mundo había cambiado. El cobre que
alguna vez fue novedad se había transformado en bronce, mezcla de
cobre y estaño, más duro, más brillante, más eficaz. Con él se fabricaban
hachas que talaban árboles en un instante, hoces que segaban el grano, punzones
que perforaban pieles y, sobre todo, espadas y lanzas que decidían quién
dominaba y quién obedecía.
En La Bastida, la vida estaba ordenada
bajo una clara jerarquía. En las casas más grandes, cercanas a la muralla,
vivían los jefes guerreros y sus familias. Ellos poseían las mejores armas, las
mejores tierras, controlaban los excedentes de grano y dirigían el comercio con
otros poblados. En casas más humildes, las familias comunes cultivaban,
pastoreaban y trabajaban el metal en talleres rudimentarios. Nadie dudaba de
que el poder pertenecía a quienes poseían la tecnología del bronce.
Los ancianos aún recordaban historias de
un lugar al otro lado de las montañas: Los Millares, un poblado
fortificado que había marcado el inicio de aquella nueva era. Decían que de
allí llegaron muchas de las ideas que ahora definían sus vidas: las murallas,
las necrópolis de piedra, el comercio lejano. Pero era en La Bastida donde
aquellas innovaciones habían alcanzado su esplendor.
La muerte también había cambiado. Ya no se enterraba a los difuntos en
tumbas colectivas bajo grandes piedras, como en tiempos de Naira. Ahora cada
persona reposaba bajo su propia casa, en tinajas o cistas de piedra, acompañado
de un ajuar que revelaba su lugar en la sociedad. Los ricos eran enterrados con
espadas y joyas de plata; los pobres, con apenas una vasija de barro. La
desigualdad se perpetuaba incluso en la eternidad.
Entre los jóvenes de La Bastida
estaba Aruk, aprendiz de herrero. Pasaba horas soplando el fuego de
la fragua, fascinado por el brillo rojizo del bronce que se fundía y tomaba
forma en moldes de piedra. Soñaba con forjar un arma que lo hiciera respetado,
pero también sentía una sombra de inquietud cuando escuchaba a los mercaderes
hablar de un nuevo metal.
El poblado prosperaba, pero vivía en
tensión constante. El comercio traía objetos de tierras lejanas: cuentas de
ámbar del norte, conchas del Mediterráneo, metales de Sierra Morena. Sin
embargo, llegaban noticias inquietantes. Más allá del mar, decían los
mercaderes, había pueblos que dominaban un nuevo metal: el hierro.
Un material más abundante que el cobre y el estaño, más duro que el bronce, con
el que se podían forjar espadas que no se quebraban.
Aquella tarde, sentado frente a la fragua,
Aruk observó cómo su maestro golpeaba una espada de bronce hasta darle
forma. El metal brillaba como un sol atrapado, pero en sus pensamientos pesaba
la advertencia de los mercaderes: “cuando llegue el hierro, nada
volverá a ser igual”. Y aunque los jóvenes guerreros aún
confiaban en el brillo rojizo del bronce, muchos temían e intuían que un nuevo
tiempo se acercaba, igual de decisivo que el paso de la semilla a la piedra, o
de la piedra al metal.
El humo de los hornos se elevaba sobre La
Bastida. La prosperidad parecía segura, pero bajo ella latía la certeza de que
el poder nunca es eterno. Y que era posible que el pueblo que dominase la nueva
tecnología sería pueblo dominador.
Capítulo 4. Los pueblos que llegaron
del mar y del hierro
Muchos siglos habían pasado desde que Aruk soplaba el
fuego de la fragua en La Bastida. Sus descendientes, mezclados ya con otros
pueblos y modelados por el tiempo, eran ahora los íberos, señores
de los valles y montañas del sureste peninsular. Vivían en ciudades
fortificadas, cultivaban con arados de hierro y comerciaban con los viajeros
que llegaban por mar. En sus relatos aún permanecía la memoria de Lira, de
Naira y de Aruk, nombres lejanos que simbolizaban un mismo linaje de
resistencia y adaptación.
El primero en ver cómo cambiaba el mundo fue un joven
llamado Iltiar, que desde lo alto de la muralla de su oppidum divisó
en el horizonte unas velas desconocidas. Eran fenicias, largas,
sólidas y cargadas de ánforas. Traían tejidos teñidos de púrpura, joyas de
vidrio, vino, salazones y, sobre todo, un secreto que transformaría la memoria
de los pueblos: el alfabeto. Los fenicios no venían a conquistar,
sino a comerciar. Querían plata, cobre, esparto, sal. A cambio ofrecían mercancías
y palabras grabadas en tablillas que parecían encerrar un poder invisible.
Pasaron muchas generaciones. Dos siglos más tarde,
un descendiente lejano de aquel primer Iltiar, que llevaba
orgulloso su mismo nombre, viajó hacia las montañas del norte peninsular y allí
comprobó que existían pequeñas ciudades donde vivían hombres más refinados, que
hablaban otra lengua: eran los griegos. Sus barcos traían ánforas
pintadas con héroes, vino y aceite, olivos y vides que aún no crecían en su
tierra. El joven Iltiar probó aquel vino espeso y observó cómo se plantaban las
primeras cepas. Pensó entonces: “Lo que hoy es extranjero, mañana puede
ser nuestro”. Y acertaba: esas plantas acabarían formando parte inseparable
del paisaje mediterráneo.
Durante casi dos siglos, las vides y los olivos se
extendieron por el litoral, y las riquezas de la península se hicieron
conocidas en todo el Mediterráneo. Aquello atrajo a otros navegantes, esta vez
más ambiciosos. En el siglo VI a.C. surcaron las aguas los
barcos de los cartagineses, procedentes de Cartago, la
gran ciudad del norte de África. A diferencia de fenicios y griegos, no
buscaban solo comerciar: querían dominar y controlar las riquezas peninsulares.
No lo hicieron de golpe, sino poco a poco, pero de manera incansable. Y en
el 227 a.C. fundaron Qart Hadasht (Cartagena), no
como simple factoría, sino como auténtica capital provincial de un imperio.
Desde allí explotaron las minas de plata y plomo, organizaron ejércitos y
prepararon campañas militares contra su gran rival comercial: Roma.
Uno de los últimos Iltiar de la estirpe fue
testigo de este giro. Escuchaba cómo los emisarios cartagineses exigían
tributos de grano y reclutaban jóvenes íberos para las guerras. En el puerto ya
no se negociaba de igual a igual: se obedecía. El ejército y sus armas de
hierro eran sus cartas de presentación, y el miedo, su mejor aliado.
Mientras tanto, llegaban noticias del norte y del
interior peninsular: otros pueblos íberos estaban siendo acosados por los celtas,
que descendían desde sus castros fortificados y, blandiendo sus largas espadas
de hierro, lanzaban rápidas incursiones en busca de botín. La amenaza era constante,
como un relámpago que podía caer en cualquier momento.
Por mar y por tierra, los íberos se veían rodeados. Y
así, generación tras generación, los descendientes de Lira, de Naira y de Aruk
comprendieron que el mundo no permanecía nunca igual. Los fenicios habían
sido socios, los griegos vecinos de comercio… pero los cartagineses eran
amos. Y ya, en los rumores que traían mercaderes y viajeros, se escuchaba la
amenaza de un nuevo imperio que se extendía con paso firme desde el otro lado
del mar: Roma.
Capítulo 5: la Península se convierte en Hispania.
La época de los Imperios.
Muchos siglos habían pasado desde que los antiguos pobladores de La Bastida soplaban el fuego y cuidaban sus huertos junto al Segura. Sus descendientes se habían convertido en íberos,
habitantes de oppida fortificados, que se habían extendido por toda la región ahroa
eran orgullosos señores
de sus campos. Pero el azote del tiempo traía rumores de que muy pronto el mundo volvería a cambiar. Llegaban noticias de nuevas potencias extendían sus dominios y se
aproximaban. Y éstas no se conformaban con comerciar como fenicios y griegos. Cartagineses y romanos estaban formando imperios, y con ellos la
historia de Hispania iba a dar un giro irreversible.
La sombra de Cartago.
El viento del Mediterráneo azotaba las murallas
de Qart Hadasht, ciudad fundada por Asdrúbal en el 227 a C., cuando Tarsio, un joven íbero
al servicio de los cartagineses, contemplaba el puerto. Tarsio la vio crecer. La ciudad hervía de actividad: esclavos
cargaban ánforas de vino y trigo, soldados mercenarios aguardaban la orden de
embarcar, y en los almacenes se apilaban lingotes de plata arrancados de las
minas del interior. Para Tarsio, todo aquello era una promesa de grandeza. Los
cartagineses habían convertido su tierra en el corazón de un imperio que
desafiaba al mundo.
Una tarde, mientras ayudaba a reparar una nave,
escuchó el rugido de la multitud: Aníbal, el general cartaginés,
partía hacia Italia. Llevaba consigo un ejército imponente y hasta elefantes de
guerra. “Con ellos aplastaremos a Roma”, murmuraban los ancianos. Tarsio lo
creyó. No sabía que aquella marcha gloriosa sería, en realidad, el principio del
fin de Cartago y del
inicio de la conquista de Roma.
Los primeros pasos de Hispania (218–197 a.C.)
Dos generaciones después de Tarsio, su
nieto Corbis había dejado la bulliciosa Qart Hadasht y
habitaba en el oppidum de Emporion (Ampurias), en el nordeste
peninsular. Desde las murallas de su ciudad, una mañana del verano del 218
a.C., divisó velas desconocidas en el horizonte. Por su formas, estaba
claro que no eran cartaginesas. Eran romanas.
Al llegar a puerto, las legiones
desembarcaron. Corbis comprendió que ya nada sería igual. Los pueblos íberos
quedaban atrapados entre dos gigantes: algunos se aliaban con Roma, otros con
Cartago, y muchos preferían resistir, intentando mantener la independencia. Ya
no eran enfrentamientos por controlar áreas de comercio; ahora se
enfrentaban imperios que buscaban dominar territorios, imponer
tributos y reclutar ejércitos.
Tras años de tensión y conflicto, Corbis
regresó a la tierra de sus mayores, al puerto de Qart Hadasht, y lo
encontró irreconocible. Ya no ondeaban allí las enseñas púnicas ni resonaban
los nombres cartagineses. Un general romano, Publio Cornelio Escipión,
había conquistado la ciudad en el 209 a.C., arrebatando a Cartago su base más
preciada. Aquel general, al que llamarían “el Africano” había derrotado a los
cartagineses en Zama (202 a.C.) y con ello había sellado el
destino de la península y de los íberos como él, al engranaje de un poder nuevo
y desconocido: Roma.
Las grandes resistencias (197–133 a.C.)
Tras la muerte de Corbis, su hijo Laro creció
y vivió en un mundo donde el nombre de Cartago era ya un
vago recuerdo. Roma ya había expulsado a los cartagineses, pero todavía no era
dueña del territorio. Las legiones controlaban el valle del Ebro y el
Guadalquivir, aunque el interior seguía siendo un hervidero de rebeldía, donde
los pueblos celtas aún se resistían a su dominio.
En los mercados y campamentos, Laro escuchaba
los relatos de un hombre que se había convertido en leyenda: Viriato.
No era noble ni general, sino un pastor lusitano que había aprendido a luchar
observando a los lobos de la sierra. Atacaba por sorpresa, desaparecía en los
montes, y así humillaba una y otra vez a las poderosas legiones romanas. Para
muchos pueblos, Viriato era la prueba de que Roma no era invencible. Su figura
creció y se fue agrandando hasta que un día llegó la noticia amarga: Viriato
había sido asesinado, mientras dormía, por sus propios generales, comprados con
oro romano, que luego no fue cobrado, por lo que se acuñó y extendió la
frase: “Roma no paga a traidores”.
Cuando Laro contaba esta historia a su hijo
Iltiar exclamaba; ¡la traición había derrotado al héroe que la espada no había
podido vencer!. De este modo, Iltiar, creció valorando las
historias de esos valientes que se resistieron a Roma. No sabía, que en tiempo,
habría una historia de resistencia aun más dramática y valerosa, la de todo un
pueblo, y es que aunque Iltiar no conoció personalmente a los celtíberos de
Numancia, si que su valerosa resistencia se extendió de hoguera en hoguera y de
pueblo en pueblo. Durante veinte años sus habitantes resistieron
contra Roma, rechazando pactos y rendiciones. En el 133 a.C., agotados y
hambrientos, eligieron incendiar su ciudad y morir antes que rendirse. Desde
entonces, “resistencia numantina” quedó como sinónimo de lucha hasta el final
Con estos hechos, Iltiar y su generación
comprendieron que Roma era un enemigo implacable.
¡Por fin Hispania romana!. La
conquista total (133–19 a.C.)
En tiempo de Aderbal, nieto de
Laro, Roma ya se había adueñado del valle del Ebro, del Guadalquivir y de gran
parte del levante. Las ciudades adoptaban costumbres romanas, las monedas con
el rostro de los cónsules y generales circulaban de mano en mano, y el latín
empezaba a escucharse junto a las lenguas indígenas.
Pero en el norte, vivían tribus indómitas.
Quedaba un último desafío. Los cántabros y astures no vivían
en ciudades ni en grandes campos de cultivo: su mundo era tribal, guerrero y
duro como las sierras que habitaban. Se movían ligeros, emboscaban en los
desfiladeros, atacaban y se desvanecían como sombras.
Aderbal, joven inquieto, se enroló como
auxiliar en una legión romana y marchó hacia el norte, hacia una guerra que
duraría casi una década. Allí presenció algo inédito: el propio emperador
Augusto viajó a Hispania para dirigir la campaña en persona. Para
muchos soldados, aquello era prueba de lo decisiva que resultaba esta guerra.
Los cántabros resistían con tal fiereza que Roma no podía permitirse el lujo de
la derrota.
Aderbal recordaba las noches en los
campamentos, cuando el frío calaba los huesos y las historias de su familia
volvían a su mente: Tarsio en Qart Hadasht, Corbis en Emporion, Laro soñando
con Viriato, Iltiar estremecido por Numancia. Él, en cambio, vivía la última
gran resistencia alistado en el bando contrario.
Las campañas fueron largas y sangrientas.
Aldeas enteras eran incendiadas, hombres y mujeres preferían el suicidio antes
que la esclavitud, y cada victoria romana costaba decenas de derrotas en los
montes. Finalmente, en el 19 a.C., la guerra concluyó. Aderbal vio
ondear las enseñas romanas sobre las montañas del norte y comprendió que, por
primera vez, toda la península estaba bajo el mismo poder.
Regresó marcado por la dureza de la
guerra, pero también con la certeza de haber sido testigo del final de una era.
Hispania ya no era un mosaico de pueblos diversos, sino parte inseparable de
Roma.
Capítulo 6: ¿Nos hacemos romanos? Las
nuevas formas de vida (romanización)
Aderbal volvió de las
montañas del norte con cicatrices que hablaban más que sus palabras. Había
visto morir a compañeros en emboscadas cántabras, había cargado contra aldeas
ardiendo y había soportado largas marchas bajo la lluvia helada. Pero al regresar
al sur, lo que más le sorprendió no fue el silencio de la guerra, sino el cambio
de las costumbres. Hispania ya no era la misma.
Su hijo, Druso,
creció en una ciudad que poco se parecía a los viejos oppida de piedra y barro.
Era Emerita Augusta, fundada para veteranos de las legiones, donde
calles rectas se cruzaban en ángulo recto, el foro concentraba la vida pública
y las termas ofrecían un lujo desconocido: agua caliente y fría, perfumes,
charlas en salas adornadas con mosaicos.
Druso aprendió desde niño
que el latín era la lengua del poder. Su abuelo le hablaba
todavía en la lengua de los íberos, pero en el foro, en las inscripciones y en
los tribunales, solo sonaba latín. “Si quieres progresar, hijo, habla como los
romanos”, le repetía Aderbal. Así, poco a poco, la lengua antigua se fue
apagando, sustituida por aquella voz común que unía a soldados, comerciantes y
campesinos.
La vida laboral también
había cambiado. Donde antes se trabajaba la tierra en pequeñas parcelas familiares, ahora
dominaban las villas de los grandes propietarios. Druso,
hombre libre, y su familia cultivaban, en una parcela arrendada, trigo, vides y
olivos, la trilogía mediterránea que transformaba el paisaje:
el pan, el vino y el aceite que alimentaban a Roma.
Pero no era solo agricultura.
El esparto del sureste se trenzaba en cuerdas que acabarían en
barcos romanos; las minas de plata y oro de Hispania enriquecían a senadores
lejanos que nunca pisarían estas tierras. En la villa donde Druso trabajaba,
los esclavos eran la base de todo: hombres y mujeres venidos de las guerras,
obligados a arrancar piedras, arar campos o servir en las casas. Su sudor
sostenía el esplendor de Roma.
Pero la vida de
Hispania, y del Imperio estaba marcada por el ritmo que las ciudades imponían.
Cada semana, Druso acudía al mercado del foro, donde compraba
vino itálico y salazones de Hispania, intercambiaba aceite por herramientas de
hierro y escuchaba las noticias llegadas por mercaderes de todo el
Mediterráneo. Allí, bajo estatuas de emperadores, se decidían pleitos, se
anunciaban decretos y se organizaban festivales.
Los espectáculos eran
otra novedad. El teatro de Mérida ofrecía tragedias griegas adaptadas al gusto
romano, y en el anfiteatro se celebraban luchas de gladiadores. Druso no sabía
si disfrutar o temer aquellos combates sangrientos, pero acudía porque allí se
reunía toda la ciudad. Roma no solo había traído leyes y caminos: había traído
también formas de ocio que unían a ricos y pobres, aunque cada
uno se sentara en gradas distintas.
También los dioses
habían cambiado. Los antiguos cultos íberos se mezclaban con los nombres
romanos: Marte, Júpiter, Venus. Druso ofrecía sacrificios en templos que
reproducían a pequeña escala el Foro Romano, pero en casa su madre seguía
encendiendo velas a divinidades antiguas, a quienes todavía pedía protección
para las cosechas.
La romanización siguió
su curso generación tras generación. El latín se convirtió en la lengua de los
contratos y de las canciones populares, el derecho romano regulaba matrimonios
y herencias, los acueductos traían agua, las ciudades estaban conectadas por
calzadas y en ellas florecían foros, teatros y termas que hacían sentir a los
hispanos parte de una misma civilización. Filósofos como Séneca, poetas como
Lucano y emperadores como Trajano o Adriano, nacidos en estas tierras, eran la
prueba de que Hispania no era ya periferia, sino corazón del Imperio. Cuando la
cultura romana impregnaba todos los ámbitos de la vida, desde las leyes hasta
las artes, la descendencia de aquella antigua estirpe seguía viva.
Pero el tiempo es
paciente y erosiona hasta el mármol más duro. Ya en el siglo III,
una tataranieta de aquella estirpe, Claudia, veía cómo algo se
resquebrajaba. Se había traslado con su familia a una ciudad del
valle del Guadalquivir donde el esplendor urbano empezaba a palidecer. El foro
se llenaba de rumores: nuevos impuestos, acuñaciones de moneda cada vez más
pobres en plata, soldados reclamando su paga y campesinos huyendo del campo
para refugiarse tras las murallas. Claudia oyó hablar del cristianismo en boca
de vecinos humildes que encontraban en él una esperanza nueva. Se reunían en
casas, discretamente, compartiendo pan y palabras de igualdad. Aunque
perseguidos, su fe se extendía por las mismas calzadas que antes
habían usado las legiones para controlar dominar el
territorio.
Su hermano Marco, que hacía tiempo se había enrolado
en una legión en la frontera del Rin, enviaba cartas inquietantes: hablaba de
pueblos bárbaros, los germanos, que empujaban cada vez con más fuerza y de
emperadores que caían uno tras otro, víctimas de conjuras y traiciones.
“Gobernar Roma es un oficio de suicidas”, le escribió en una misiva apresurada
antes de desaparecer en una emboscada.
La familia de Claudia sufrió otro golpe cuando su
primo Flavio, pequeño campesino en Lusitania, no pudo pagar los impuestos.
Buscó protección en la villa de un gran terrateniente y quedó ligado a la
tierra bajo la condición de colono. Ya no era esclavo, pero tampoco libre:
estaba obligado a trabajar para un señor que a cambio le ofrecía seguridad. Ese
sistema, apenas percibido en su momento, sería el germen de una nueva forma de
vida que acabaría llamándose feudalismo.
Los años avanzaron, y con ellos la inseguridad. Un
siglo después, en el 409, los vándalos, suevos y alanos cruzaron los Pirineos
como un torrente imparable. La bisnieta de Claudia, Julia, escuchaba a su padre
decir que ya no había legiones suficientes para defender Hispania. En las
ciudades, las monedas romanas dejaron de circular con regularidad, los mercados
se vaciaron y muchos buscaron refugio en el campo. La urbe, símbolo de
romanidad, entraba en decadencia.
Algunos años más tarde, otro descendiente, Aurelio,
presenció la llegada de los visigodos, llamados primero como aliados y
convertidos pronto en amos. Recordaba cómo su abuelo le contaba que cuando era
niño Roma lo controlaba todo; él, en cambio, veía que la autoridad del
emperador era ya una sombra, sustituida por pactos locales y por el poder de
los caudillos.
Y así, en apenas unas generaciones, aquella Hispania
orgullosa de sus emperadores y filósofos se vio transformada en una tierra
fragmentada, donde los ecos del latín convivían con la nueva fe cristiana y
donde el brillo de Roma se apagaba lentamente. Lo que parecía eterno se
desmoronaba, y de esas ruinas comenzaba a alzarse otro mundo.
CAPÍTULO 7: ¿Un paso atrás, o adelante? La
llegada de los visigodos.
Cuando Roma cayó, allá por el año 476, Hispania no quedó en silencio: se
llenó de acentos extraños, de cascos de hierro y de leyes dictadas por hombres
que no eran romanos. Los visigodos, que habían llegado como aliados, pronto se convirtieron en dueños. No eran muchos en número,
pero sí una casta militar que imponía su autoridad con la espada.
Un descendiente de Aurelio, llamado Lucio, recordaba cómo en su niñez los ancianos
del pueblo murmuraban con desconfianza: “No son romanos, no son como nosotros”.
Y tenían razón. Los visigodos eran guerreros, no arquitectos de calzadas ni
juristas de derecho. Su lengua sonaba áspera, sus costumbres, primitivas. La
aristocracia hispanorromana los toleraba más por necesidad que por convicción,
y no era extraño que en los banquetes aún se recordase la elegancia de los
antiguos gobernadores romanos frente a la rudeza de los reyes godos.
Pero estos, los visigodos, sabían una cosa: para gobernar una tierra
vasta como Hispania necesitaban apropiarse de la herencia romana. Así, los
mismos códices de leyes que habían regido la vida bajo los emperadores fueron
copiados y adaptados; las ciudades, aunque en decadencia, siguieron siendo
centros de poder; incluso los obispos, que ahora guiaban espiritualmente a las
comunidades, se convirtieron en aliados indispensables del nuevo reino.
Lucio veía en su día a día esa dualidad: soldados
godos dominando los cargos y las armas, hispanorromanos administrando las
ciudades y cultivando las tierras. El recelo mutuo se palpaba en cada gesto:
los unos despreciaban la cultura de los otros; los otros nunca acabaron de
aceptar a sus nuevos amos.
Pasaron los años, y los descendientes de Lucio aprendieron a sobrevivir bajo aquella - monarquía hereditaria que a menudo era más causa de
discordia que de unidad. A diferencia de Roma, donde el poder se transmitía por herencia imperial o
elección senatorial, entre los visigodos la sucesión se decidía a menudo por la
fuerza o el acuerdo frágil de las élites. El resultado eran disputas
sangrientas: reyes depuestos, asesinados, usurpadores. La corona pasaba de una
cabeza a otra como un botín inseguro.
Y, sin embargo, hubo pasos hacia la integración. El gran paso lo dio el rey
Recaredo en el 589, cuando abjuró del arrianismo y abrazó la fe
católica. Por primera vez, visigodos e hispanorromanos compartían la misma
religión. Aquella conversión parecía sellar la unidad del reino, no solo espiritual, sino también
política y legislativa. Los concilios se convirtieron en auténticos parlamentos, donde obispos y nobles decidían
leyes y estrategias. La religión podía ser el pegamento que las leyes y la espada no habían
logrado. Durante un tiempo pareció que Hispania podía caminar unida bajo una
misma fe, una misma Iglesia y una misma ley.
Valerio, creció en ese mundo, convencido de que
Hispania podría ser un reino fuerte y unido. Pero pronto descubrió la
fragilidad de aquella esperanza. En Toledo, donde se asentaba la corte, la
sucesión al trono nunca fue clara: los reyes se sucedían en luchas internas,
asesinatos y conspiraciones. La herencia no estaba asegurada por sangre, sino
que era el resultado de intrigas. Tras cada rey, venía una
nueva disputa; tras cada unidad proclamada, un nuevo desgarrón. Las luchas
internas no cesaban, y la división corroía por dentro lo que en apariencia
parecía sólido.
La generación de su nieto, un escriba llamado Honorio,
fue testigo del fatal desenlace. Tras
la muerte del rey Witiza, el reino se quebró. Una parte de la nobleza apoyaba a
sus hijos, otra proclamaba rey a Rodrigo. Las calles de Toledo se llenaban de
rumores y bandos, y Honorio escuchaba en silencio, consciente de que aquella
división podía costarles caro.
Fue en ese clima en el que subió al trono
Rodrigo, un rey tan osado como poco reflexivo, de carácter fogoso y dado
más a la aventura que a la prudencia. Amaba los placeres tanto como la guerra,
confiaba en su propia audacia más que en los consejos, y esa temeridad que
algunos veían como valentía era, para otros, presagio de desgracia.
Entre las murmuraciones de palacio circulaba una
historia que pronto se hizo leyenda. Decían que el rey Rodrigo había puesto los
ojos sobre Florinda, hija del conde Don Julián, gobernador de Ceuta. Algunos
aseguraban que fue por amor, otros que por abuso del poder. La llamaban en voz
baja “la Cava”, y en torno a su nombre se entretejían rumores que alimentaban
el escándalo. Para unos era víctima de la pasión del monarca; para otros, una
mujer culpable de deshonra. Sea como fuere, lo cierto es que aquel agravio
—real o amplificado por las habladurías— cayó como un hierro ardiente sobre el
corazón de su padre, el conde D. Julián.
Don Julián era un hombre frío y calculador, orgulloso
de su linaje y celoso de su honor. Gobernaba Ceuta como un bastión visigodo frente a África y había servido al reino
con lealtad, pero la afrenta contra su hija le resultó insoportable. En su
interior, la herida se convirtió en rencor, y el rencor en traición. Si Rodrigo
había osado mancillar su casa, él se encargaría de que pagara las consecuencias, pues era un hombre dispuesto a abrir la puerta
al enemigo con tal de satisfacer su orgullo.
El verano del 711 confirmó los peores augurios. Los
musulmanes cruzaron el estrecho con el beneplácito del conde traidor. Rodrigo,
en su audacia, reunió un ejército apresurado y se lanzó contra ellos sin
calcular la magnitud del peligro. En Guadalete, bajo un sol abrasador, la
osadía se tornó tragedia. El rey desapareció entre la confusión de la batalla,
envuelto en rumores de muerte o de huida, mientras la península entera quedaba
desnuda frente al invasor.
Honorio huyó, y escondido en una iglesia toledana,
comprendió el alcance del desastre. No había sido la fuerza del enemigo lo que
había derribado al reino, sino la división interna, la imprudencia de un
monarca aventurero y la traición de un conde herido en su orgullo. Y en su
pequeño códice escribió con mano temblorosa: “Los reinos no se
destruyen desde fuera, sino desde dentro. Si Roma cayó por su propia debilidad;
los godos sucumben hoy por su soberbia”.
De este hecho surgió el “Cantar del último rey
godo” que más tarde, por plazas y mesones, los juglares, cuando corría
el vino y callaban varones:
Por saciar un deseo y honra mal fingida,
abrióse la soberbia, raíz de su caída.
Así se quiebra un reino, non por guerra
inmensa,
non por brazo ajeno ni por lanza tensa,
mas por traición sutil y por poca
prudencia:
halló en sí su ruina; su conquista fue la sentencia.