El
mito de los piojos asesinos del Rey: la agónica muerte de Felipe II
Un
gentilhombre de la Corte
observó que el Monarca «era por naturaleza el hombre más limpio, aseado,
cuidadoso para con su persona que jamás ha habido en la tierra». De su fama
nació el rumor de que los parásitos, en un castigo poético, habían acabado con
su vida.
+
Felipe II quedó viudo cuatro veces, perdió a seis hijos
y vivió la muerte de la mayoría de sus hermanos, incluido su hermanastro Juan de
Austria al que sacaba 20 años. La tragedia golpeó al Monarca más poderoso de su
tiempo con insistencia. De una personalidad obsesivo compulsiva, que, entre
otras rarezas, le convertía en un hombre enfermizamente minucioso con su
higiene personal, Felipe II sufrió una lenta agonía que duró 53 días y le dejó
postrado en la cama sin poder cuidar su aseo. Entre el mito y la realidad, el anecdotario ha achacado de forma poco precisa a una presencia
excesiva de piojos como
la causa final de la muerte del Rey el 13 de septiembre de 1598.
Criado
por la Reina y
por sus hermanas mayores, Felipe II creció sin la imponente presencia de su
padre Carlos I, un Rey que permanecía poco tiempo en un mismo lugar, lo
que marcó profundamente el carácter del joven príncipe. En su libro «Felipe
II: la biografía definitiva», el hispanista Geoffrey Parker recuerda
que para Sigmund
Freud la personalidad obsesiva se desarrolla a raíz de una
educación muy severa que crea mentes inseguras y temerosas. Este fue el
caso de la educación de Felipe II, quien era el único
heredero varón al trono y fue objeto de muchas presiones. A la Emperatriz Isabel ,
la madre, le entraba el pánico cada vez que alguno de sus hijos contraía
la menor enfermedad, pues ya había perdido a varios niños, y mantuvo un
estricto control sobre el pequeño.
Una de los atributos que desarrolló el Rey a consecuencia de
esta severa educación fue la exagerada adoración por la rutina, el orden y la
puntualidad. Su detallismo era tan meticuloso que le conducía a incurrir en la prolijidad, o sea en la confusión de los esencial con lo accesorio.
«Felipe II se sentía feliz realizando el trabajo administrativo y encargándose
de mantener la copiosa correspondencia, encerrado en su gabinete de trabajo,
rodeado de montones de papeles, documentos y memoriales, y entregándose al
cuidado de todos los pormenores», explica el psiquiatra Francisco
Alonso-Fernández en
su libro «Historia personal de los Austrias españoles». Otra rasgo derivado de
esta personalidad era su celo excesivo por la higiene personal. Jehan Lhermite, gentilhombre de la Corte , observó que Felipe II
«era por naturaleza el hombre más limpio, aseado, cuidadoso para con su persona
que jamás ha habido en la tierra, y lo era en tal extremo que no podía tolerar
una sola pequeña mancha en la pared o en el techo de sus habitaciones».
El
carácter del soberano complicó aún más los convulsos años finales su reinado.
En 1588, el intento por desembarcar tropas españolas en Inglaterra fracasó
estrepitosamente y la guerra continuó, junto a otros frentes abiertos en
Europa, hasta la muerte de Felipe II e Isabel I. Asimismo, la revuelta en Aragón, que no contó con el apoyo
de los catalanes ni los valencianos, obligó al Monarca a movilizar a un ejército de 12.000
hombres y a restaurar el
orden personalmente en Zaragoza. Al final del conflicto, el soberano publicó un indultó que excluía a 22 destacados
traidores (encabezados por el pérfido secretario Antonio
Pérez) y a 125 participantes notorios. En 1597, además, se produjo
una nueva suspensión de pagos al declararse la tercera bancarrota, lo cual
provocó un gigantesco endeudamiento de la Corona y una profunda huella física en el
Rey.
La
salud de Felipe II fue durante la mayor parte de su vida muy delicada, sin
advertir tampoco dolencias graves hasta los cuarenta años cuando registró asma,
artritis, cálculos biliares e incluso fuertes dolores de cabeza, quizá
ocasionados por una sífilis congénita. Además, Felipe II fue víctima de una serie de
fiebres intermitentes, cada vez más frecuentes con el transcurso de los años,
que le provocaban una sed que no calmaba por más que bebiera agua. Así, fue
probablemente la malaria que sufrió en el pasado y el alto nivel de
consanguinidad del que era fruto –sus padres eran primos hermanos– el origen de
su quebradiza salud. El hispanista Geoffrey Parker incluso ha encontrado vínculos entre
la consanguinidad y los problemas que tuvo Felipe II para dejar descendencia:
«La consanguinidad puede explicar por qué, aunque cuatro de las esposas
del Rey quedaron embarazadas hasta en 15 ocasiones, solo cuatro de sus hijos
sobrevivieron a la niñez».
Y
aunque no registró su primer ataque de gota hasta los 36 años,
en el imaginario popular ha quedado la imagen del Rey gotoso trasladándose a
todos los sitios en una silla especial y aquejado de terribles dolores.
Ciertamente, la desequilibrada alimentación del Rey durante toda su vida –todos
los días comía carne al menos dos veces– derivó en graves problemas de gota en
su vejez que le dejaron prácticamente inmovilizado en sus últimos diez años.
Una agonía de 53 días
Fue
finalmente un asunto anímico el que derrumbó la salud del Monarca. En noviembre
de 1597, Felipe II recibió la noticia de que su hija Catalina Micaela había
muerto en el parto. «Ni muerte de hijos, ni de mujer, ni pérdida de armada («La Invencible »), ni cosa
la sintió como ésta; ni le habían visto jamás quejarse a ese gran príncipe como
ahora en este caso se quejó, y así le quitó muchos días de
vida y salud», describe el cronista Sepúlveda. La pérdida de
ánimo de Felipe II a una edad tan avanzada, 70 años, originó pronto graves
problemas físicos y el que su cuerpo se llenara de úlceras por la falta de
movilidad. Advirtiendo su final, el Rey decidió trasladarse en el verano de 1598 a su construcción más
querida, el Monasterio de El Escorial,
para poder morir allí.
Su
salud fue de mal en peor en el austero monasterio-palacio. Fray José de Sigüenza afirma en su crónica que el Monarca
padeció el 22 de julio de 1598 calenturas a las que se unió un principio de
hidropesía y la incapacidad para ingerir alimentos sólidos. Llegó a perder la
movilidad de la mano derecha sin poder firmar los documentos. Se le hincharon
el vientre, las piernas y los muslos al tiempo que una sed feroz lo consumía. Y
lo que es peor, la meticulosidad en su higiene
se fue al traste. «Sufría de incontinencia, lo cual, sin
ninguna duda, constituía para él uno
de los peores tormentos imaginables, teniendo en cuenta que era uno de los
hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo… El mal
olor que emanaba de estas llagas era otra fuente de tormento, y ciertamente no
la menor, dada su gran pulcritud y aseo», narró Jehan Lhermite sin escatimar en
detalles.
El
nauseabundo estado que azotó a una persona tan obsesivamente limpia como era
Felipe II ha hecho surgir con los años el escabroso mito de que la causa final de su muerte fue por
pediculosis, la infestación de la piel por piojos que causa una
irritación cutánea. La anécdota está presente en una decena de libros sobre
curiosidades históricas. Pero, si bien no es extraño que el Rey pudiera ser
víctima de los piojos, sobre todo en ese estado de falta de aseo, la teoría de
la invasión de estos parásitos como causa de la muerte suena a broma cruel en
el mejor de los casos. La
interminable lista de afecciones registradas por el Monarca justifica de sobra su ocaso físico sin
necesidad de recurrir a los piojos. «No lo puedo soportar de ninguna de las
maneras del mundo», clamó el Monarca cuando el dolor de las llagas se hizo
insoportable y no le permitía moverse ni un centímetro sin gritar de tormento.
En
la madrugada del 12 al 13 de septiembre, Felipe II entró en mortal paroxismo
después de más de 50 días de agonía como describe Geoffrey Parker en el
mencionado libro. Antes del amanecer volvió en sí y exclamó: «¡Ya es hora!». Le
dieron entonces la cruz y los cirios con los que habían muerto doña Isabel de Portugal y el Rey Carlos I. Tras la
muerte del Monarca más poderoso de su tiempo a los 71 años, el cronista
Sepúlveda cuenta que Felipe II dejó escrito que se
fabricara un ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado,
cuya madera era incorrupta, y pidió que le enterrasen en una caja de cinc que
«se construyera bien apretada para evitar todo mal olor».
No hay comentarios:
Publicar un comentario