La respuesta a esa pregunta ha provocado un debate que dura 100 años
Era un día de marzo de 1917. Vladímir
Lenin acababa de recibir la noticia de que en Rusia había estallado por segunda
vez una revolución y llama a su camarada y amigo Giorgi Zinoviev, con quien
vaga durante horas y horas por las calles de Zúrich comentando los
acontecimientos. No cabía duda: lo ocurrido era repetición de 1905, cuando se
formó un Gobierno de constitucionalistas y demócratas, y un sóviet con mayoría
de mencheviques y conciliadores, que acabó derrotado por la reacción. Ahora, 12
años después, el fin de aquella revolución no podía repetirse. Obsesionado por
regresar a Rusia, Lenin aceptó los buenos oficios de un socialdemócrata suizo
que consiguió del Gobierno alemán la autorización para que un grupo de 32
exiliados atravesara el imperio en un vagón vigilado por una pareja de policías
que no permitió entrar ni salir a nadie en los tres días que duró el largo
viaje hasta Sassnitz, al norte de Alemania. Y de allí, en barco y en tren, a la
estación Finlandia, en Petrogrado.
Al día
siguiente de su llegada, le visita una delegación de bolcheviques, miembros de
la conferencia panrusa de los soviets que acaba de clausurar sus sesiones.
Antes de regresar a sus ciudades quieren oír a Lenin, que se presenta con su
esposa en el palacio de Táuride, antigua sede de la Duma y ahora cuartel
general del soviet, donde va desgranando, ante un auditorio expectante, una a
una sus diez tesis de abril, que podrían resumirse en tres: ningún apoyo al
Gobierno provisional, paz, pan y tierra para los campesinos, todo el poder a
los soviets. Voces, gritos, mientras el presidente de la conferencia, el
menchevique Nikolái Chjeidze, se hace oír por encima del tumulto: “Lenin ha
hecho suyas las palabras de Hegel: ¡Qué importan los hechos! (…) Se quedará
solo, fuera de la revolución”.
¿Fue lo que vino después una
revolución social, en la que una clase social consciente, el proletariado, con
el apoyo del campesinado, se hizo con el poder para transformar la sociedad
destruyendo a la nobleza y a la ascendente burguesía? ¿O fue un golpe de
Estado, que liquidó las primeras conquistas democráticas de la revolución para
imponer por medio del terror el poder de un partido único? Se comprende que
dada la magnitud de lo sucedido de febrero a octubre de 1917, y de sus
consecuencias para la historia del siglo XX, las respuestas a estas dos
preguntas hayan dado lugar a inmensas esperanzas, largos peregrinajes y fuertes
debates en los que han participado toda clase de escritores, científicos
sociales, memorialistas, políticos, centros universitarios, alianzas de
intelectuales, deslumbrados por el fulgor de la revolución o nostálgicos por su
final destino.
Para
muchos, incluso conspicuos socialistas fabianos, como Sidney y Beatrice Webb,
la URSS surgida de la revolución era la civilización del futuro, la liquidación
del terrateniente y del capitalista, el fin del desempleo, una producción al
servicio de las necesidades humanas, un nuevo mundo que alumbraba frente a la
vieja y caduca sociedad burguesa. A otros, como a André Gide, los atrajo el
anticolonialismo y el pacifismo, con la promesa de fundir individualismo y
comunismo, internacionalismo y raíces francesas, mientras André Malraux se
siente fascinado por su eficacia más que por una justificación intelectual o
moral, a diferencia de Stephen Spender, para quien el fascismo ejerce una
moralidad de violencia y de avidez que es la moral misma del capitalismo con el
que es preciso acabar. En todo caso, estos compañeros de viaje, y tantos otros,
como Rolland, Eluard, Mann, Gorki, Shaw, que se encuentran en los congresos
internacionales de escritores por la defensa de la cultura, con sus discursos,
lecturas de poemas, agasajos, reconocimiento de los obreros por la calle, se
incorporan con su compromiso a un mundo que rebosa sentido. Se sienten parte de
una vanguardia, parteros de la historia, constructores del hombre nuevo.
La primera ruptura se producirá en
torno a la posibilidad misma de emitir un juicio sobre la URSS. Ya en el primer
congreso se manifestó cierta angustia por las dudas sobre la asistencia de
Gorki y de Babel. Pero lo que ahí fueron dudas, en el segundo será ya una clara
división ante las críticas a Gide, que en su Retour de l’URSS no calla lo que
ha visto —un mundo uniforme, unas gentes pasivas— y a quien se vilipendia como
monstruo fascista, burgués decadente autoconfeso. La segunda ruptura vendrá
inmediatamente después, con el grupo de escritores que denuncian la deriva de
la revolución desde que Stalin ha eliminado físicamente a toda la vieja guardia
bolchevique y cae la Oscuridad a mediodía —como fue el título original de
Arthur Koestler— seguida, después de la guerra, por El Dios que cayó, con
artículos del mismo Koestler, con Gide, Ignazio Silone, Spencer, Richard Wright
y Louis Fischer, que señaló como el Waterloo del Partido Comunista la
intervención de la policía secreta para poner fin a los debates políticos.
Había nacido el amplio mundo de los excomunistas.
La Guerra
Fría redefinió el tipo de compromiso de quienes no condenaron ni defendieron la
obra de Stalin, aunque trataron de justificarla con la denuncia de la moral
establecida. Jean Paul Sartre afirma que la violencia comunista era el
humanismo proletario, la justicia sumaria de la historia. Y Francis Jeanson,
gerente de Les Temps Modernes y crítico de Camus, confiesa estar, a pesar de
sus métodos, con el movimiento estaliniano, porque “no sabemos si no será
necesario que la acción revolucionaria transite por esos caminos antes de poder
instalar un orden social humano”. Aunque quizá el más tremendo testimonio que
nos llega de aquel pasado sea el del humanista Maurice Merleau-Ponty que en su
Humanismo y terror, partiendo del supuesto de que los comunistas encarnan la
conciencia y los intereses del proletariado, única fuerza revolucionaria,
considera que las purgas y los procesos no solo fueron táctica y
estratégicamente sabios, sino históricamente justos. Una revolución, escribió
Merleau-Ponty, no define el delito según el derecho establecido, sino según el
de la sociedad que pretende instaurar. Nikolái Bujarin sufrió en su carne la
atrocidad de este principio.
De Bujarin y la revolución trató
Stephen Cohen en una estupenda biografía argumentando que si sus ideas se
hubieran llevado a la práctica, la revolución habría dado lugar a un socialismo
democrático, pacífico, libre de terror. Lástima para la revolución que en 1929
Stalin ganara la partida, cerrando la vía a lo que más tarde se llamó
socialismo de rostro humano, una conclusión con la que no estuvo de acuerdo
Richard Pipes en su monumental historia. Fue en febrero, según Pipes, cuando
aconteció la verdadera revolución; lo de octubre fue un golpe de Estado,
ejecutado por un partido político que de inmediato recurrió al terror para
consolidar su poder. Todo lo que vendría con Stalin estaba ya en Lenin, de
manera que no cabe pensar en otro curso posible de la historia: el enemigo es
ahora como fue desde el principio, una tesis muy oportuna para la elaboración
de políticas propias de la Guerra Fría.
El año
1989 marcó, en todo caso, con el hundimiento de la Unión Soviética, el fin de
una ilusión, según constató François Furet, sin dejar ningún legado: de todo lo
construido en el orden institucional no queda nada en pie, escribió. Quedaba
quizá el sueño de la revolución, y de los días de triunfo y fraternidad, que
Eric Hobsbawm seguía abrigando años después, a pesar de que su predicción de
que toda la humanidad habría de entrar por las puertas de la historia abiertas
por Lenin resultó una gran fábula. Su romance del comunismo, por decirlo con
Tony Judt, se había desvanecido en el aire, y de la revolución no quedó ni el
homo sovieticus, como bien muestran los estremecedores relatos que Svetlana
Aleksiévich recogió a modo de epitafio y fin de la experiencia comunista.
¿Fin,
pues, de la revolución? La penúltima ocurrencia suscitada por la de 1917 es de
Slavoj Zizek cuando evoca al Lenin que acaba de triunfar en la guerra civil y
ordena el repliegue de la Nueva Política Económica. Los comunistas que
preservan su fuerza y flexibilidad para comenzar una y otra vez desde el
principio nunca mueren, escribe Lenin en 1922. Para no ser menos, sostiene
Zizek que, en términos kierkegaardianos, los procesos revolucionarios no
entrañan un progreso gradual, sino un movimiento repetitivo, comenzar desde el
principio una y otra vez. Y esto es a lo que estaríamos obligados después de
ese “desastre oscuro” que fue 1989. Oscuro será para Zizek, que no quiere
verlo, porque qué importan los hechos si lo que hay que mantener bien sujetos
en la memoria son “los momentos sublimes” de la revolución como marco general
que debe ser superado comenzando una y otra vez desde el punto cero.
Tal es,
en síntesis, la “hipótesis comunista” elaborada por Alain Badiou, que no oculta
los hechos, simplemente los da como no pertinentes: si la revolución y el
comunismo se han revelado como una forma de transición, tardía y
particularmente cruel, del feudalismo a la más rapaz versión del capitalismo,
peor para los hechos. Hay que comenzar una y otra vez de cero para que el
espíritu de Hegel no nos pille dormidos cuando de nuevo emprenda el vuelo
anunciando otro amanecer que canta.
Tomado del diario “El País”. SANTOS JULIÁ 27 ENE 2017
- 18:39 CET
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